No soy nadie, no soy nada y no voy a ninguna parte. Mi existencia es solo un error del azar que, por el mismo medio que le dio origen, también será extinguida en un parpadeo. ¿Por qué entonces atormentarse tanto? ¿Por qué darle tanta importancia a un suceso tan irrelevante y efímero como la vida? ¿Será acaso que soy demasiado narcisista como para aceptar que no significo nada para nadie? ¿De qué me serviría significar algo para otros si no soy capaz de significarlo todo para mí? Si no puedo amarme de manera pura y desinteresada, ¿para qué quiero amar a otro humano? ¿Para qué seguir viviendo cuando nada aquí me interesa y solo anhelo el dulce brebaje del más allá? La muerte es mi único sueño, la fantasía oscura con la que alucino en mis momentos de mayor sublimidad. ¡Que se vayan al diablo todos! ¡Que este mundo sea engullido por el sinsentido y la banalidad! Yo me mataré y, con ello, le escupiré en la cara a todos esos escarabajos de lo irreal que siempre me fastidiaron con sus odiosas presencias y pestilentes auras. Me siento feliz porque podré llevar a cabo lo que siempre he querido y nada ni nadie podrá impedirlo. Yo nunca pertenecí a esta vomitiva realidad ni tampoco a esta raza de ignorantes e impuros; mi existencia, pese a ser terrenal, fue siempre superior a la de ellos. Y esta certeza es lo único que me llevaré conmigo a la tumba, porque el encanto suicida y yo no volveremos a separarnos jamás.
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¡Cuán agobiante era soportar a las personas y sus absurdas pláticas! Solo hablaban sin cesar de puras tonterías, alabando a individuos que jamás conocerían y hundiéndose cada vez más en su interminable gusto por la insustancialidad más extrema. Y si uno no era como ellos, si uno no era un esclavo más y se sentía bien con eso, entonces terminaban odiándolo o tachándolo de demente. ¡Ay, ojalá todos esos zombis e ignorantes irremediables pudieran por casualidad atisbar la inmundicia en la que se regocijan cada día! Creen saberlo todo, especialmente qué es lo que otros deben hacer o no. Tal arrogancia ni siquiera la he visto en esos dioses inventados por ellos, o quizá sí. ¿Qué me importan a mí todos ellos? Solo son marionetas de la irrelevancia, títeres desesperados porque alguien les indique el camino a seguir. Después de todo, han decidido renunciar a su libertad de antemano y han aceptado que otros decidan por ellos. Encima, proclaman conocer la verdad y se colocan a sí mismos como un ejemplo a seguir. Pero ¡si no son más que un gran conjunto de idiotas plagados de vicios, impulsos y contradicciones! Yo mismo no soy diferente, pero no me jacto de conocer la verdad ni tampoco de saber qué es lo que un ser superior quiere o espera de mí y del resto. ¡Qué asco me da todo esto! ¡La humanidad es algo tan execrable e insoportable que, por suerte, su vida es efímera y trivial! En todo este tiempo, las mentes de esos monos son exprimidas por la pseudorealidad y desechadas del modo más indiferente. Sus almas están podridas, no son sino recipientes de emociones y pensamientos inculcados cuyas acciones en nada afectan el orden universal de las cosas.
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La única diferencia entre las moscas y las personas es que, en el caso de las primeras, al menos se puede apreciar a simple vista el gusto que tienen por la mierda, la podredumbre y todo aquello que se considere un desperdicio. En contraste, en el caso de las segundas, la hipocresía y la farsa suelen ser lo más visible. Entre aniquilar a una mosca o a una persona, así pues, yo no veo gran diferencia; y hasta me atrevería a decir que ninguna. Ambas criaturas producen solamente zumbidos molestos cuando están cerca y me causan similar repugnancia. Hasta a veces tolero más a las moscas, solo porque no poseen la trágica habilidad de articular palabra alguna. En el fondo, me arrepiento de haber existido como humano y, si de mí dependiera, reemplazaría a todas las personas con moscas. ¿Qué importaría exterminar a ambas especies? ¿No daría lo mismo? ¿No son ambas un mero accidente, una aberración del caos? Poniéndonos más en perspectiva, diría que quizás el mundo sería un mejor lugar si las moscas y no los humanos fueran la especie dominante. ¡Quién sabe si también ellas se inventarían todo tipo de disparates, tonterías, sistemas, religiones, gobiernos u organizaciones que, en realidad, no sirven sino para hacer la existencia aún más insoportable y ominosa de lo que ya es!
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Tal vez la incertidumbre existe porque, sin ella, no tendríamos absolutamente ninguna esperanza en la vida, y quizá tampoco en la muerte… De por sí ya esta grotesca pesadilla es un horror indefinido y sempiterno, no me quiero imaginar lo que pasaría si algo o alguien consiguiera la certeza absoluta en cuanto a sus creencias. Y quizás esto no sería lo peor, sino la aciaga manera en la que, casi con toda seguridad, buscaría imponer a otros su verdad. Yo solo creo en el arte, la poesía y la música; puesto que en ellos no existe verdad ni mentira, bueno o malo, correcto o incorrecto. Solamente existen infinidad de perspectivas y cada una tan válida como la otra. Esto es algo que el vomitivo mono parlante que por desgracia habita este planeta no puede ni quiere asimilar. Para un animal sumamente adoctrinado como él, cualquier otra entidad o sistema de pensamiento que no sea el que a él le han impuesto será un sinsentido sin fronteras. Yo no afirmo tener la razón, únicamente comparto lo que yo siento y trato de presentarlo de una manera solemne. No tengo bombas ni mecanismos de control mental para influir en otros y obligarlos a aceptar mis ideas. Cosa que vemos tan frecuentemente en el mundo actual y a lo largo de la historia: siempre el fuerte y poderoso queriendo doblegar a los débiles y miserables; imponiéndoles qué deben creer, cómo deben comportarse y hasta qué personalidad deberían adoptar. ¡Qué horrible es todo este circo de mentiras, alucinaciones colectivas y doctrinas funestas! ¿Por qué simplemente la humanidad no puede sentirse y ser libre, sin tener que mirar al cielo en búsqueda del consuelo divino de una deidad inexistente o sin necesidad de asesinar a otros por pensar diferente? Parece que, ciertamente, nos hallamos ya en el infierno y la muerte solo podría ser nuestra sublime salvación.
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Ser para el suicidio es, acaso, una de las mejores ideologías de vida que podemos adoptar. No solo nos fortalece ante la adversidad y nos protege de tantas mentiras, sino que, sobre todo, nos confiere un poco de tranquilidad ante la abrumadora idea de vivir muchos años más. ¿Para qué? Quien sea que tenga la respuesta a esto, que me lo diga de inmediato. Y, en lo personal, no creo que exista ningún camino a seguir ni ninguna meta por cumplir. Todo siempre dependerá de la perspectiva desde la cual se le mire, así como de las ideologías dominantes en determinado lugar o época. No existe un consenso ni algo parecido a una única y universal verdad. Lo único que existe son infinidad de personas totalmente abatidas por su propia libertad y por la completa responsabilidad de sus vidas. Entonces, quizás en un acto de inconsciente desesperación, hacen de esta o aquella doctrina su gran verdad. Luego, partiendo de una lógica torcida y enfermiza, salen a las calles y buscan que los demás adopten su mismo sistema de creencias. Y, si se niegan, los llaman pecadores, herejes o poseídos. Esto por ilustrar solamente el caso de esa absoluta insensatez llamada religión; claro está que la irrelevancia se puede extender a cualquier otro sermón o supuesta sabiduría. Yo solo creo en una clase de seres: aquellos que tienen la suficiente voluntad para amarse a sí mismos por encima de todo y para perseguir la divina senda de su extraño destino a pesar de lo que pueda acontecer en el infinito cúmulo de posibilidades y contradicciones.
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Cosas malas continuarán ocurriendo en nuestra absurda existencia sin importar si somos buenos o malos, si somos optimistas o pesimistas, o si queremos vivir o morir. La existencia es agnóstica a nuestras perspectivas, voliciones y actitudes. La única manera en la que podemos tener la certeza, al menos por ahora, de que las cosas no podrán ponerse peor es matándonos de una buena vez. De no hacerlo así, de no llevar a cabo tan sublime acto, deberemos atenernos a las cruentas y crueles consecuencias. Es decir, reafirmamos el derecho de la existencia a ultrajarnos y ofendernos desde cualquier perspectiva. Quien, pese a todo, prefiera abrazar su inútil vitalidad, únicamente estará abrazando la irracionalidad misma. Esta contradicción infernal es la bienvenida al halo de la desesperación, a la agonía de ser. Los otros, naturalmente, no podrían comprendernos; ¡claro que no, mil veces no! Ellos son inmundas marionetas de la pseudorealidad y están satisfechas con ello; nosotros probablemente también lo somos, pero buscamos rebelarnos mediante el acto suicida. Solo eso y no otra alternativa resta para quien se halla al límite de la más enloquecedora tragedia, del eco más perturbador. En nuestra terrible melancolía, a veces también se hallan las caricias de un ángel solar que se estremece con cada uno de nuestros amargos lamentos.
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El Color de la Nada