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El Extraño Mental IX

Al fin volvía a mi hogar, a mi sucio y horripilante departamento en el segundo piso de la calle Miraluz. Ciertamente, había algo de repugnante en el hecho de salir a la calle y mirar a las personas, escucharlas u olerlas. Creo que ya casi no toleraba nada, ni siquiera a mí mismo. Siempre, después de verme forzado a convivir con un conjunto de personas, me parecía que quedaba más agotado que de costumbre, pero quizás era solo mi imaginación. Como sea, esperaba no tener que visitar pronto a mi familia de nuevo, porque me aburría demasiado estando en su casa y no teníamos absolutamente ningún tema de qué platicar. Me tiré en la cama, leí un poco de Hermann Hesse y luego solo me quedé mirando el techo.

En parte era escalofriante pensar en lo absurdo que era todo, quién sabe si también la muerte sería igual, pero esperaba que no. Me fastidiaba pensar que mañana, al abrir los ojos, comenzaría de nuevo otra banal semana donde la rutina y el tiempo me consumirían poco a poco como lo venían haciendo hasta ahora. Pero ¿qué opción tenía entonces? Solo quedaba el suicidio, era la única alternativa confiable. Pensaba que, si tenía que soportar más noches así, donde el hartazgo y el asco de existir se incrementaban al máximo, realmente tendría que matarme dentro de poco. Necesitaba encontrar algo que me hiciera sentir menos miserable, pero era inútil, pues ya no había nada con lo que pudiera engañarme.

Nuevamente era viernes por la tarde y yo salía del trabajo. Casi una semana había transcurrido desde que, tras una larga ausencia, había visitado a mis padres. Precisamente hoy tenía la oportunidad de poner a prueba lo que podría hacerme diferente. Y es que esta semana había estado pensativo, sin realizar ninguna actividad execrable y manteniéndome pulcro. No me había masturbado, no había mirado pornografía ni había tenido pensamientos concupiscentes. Tampoco había asistido a la avenida Astraspheris para follarme a una de aquellas prostitutas amargadas. Pensé que no todo me era indiferente, que debía existir una razón para seguir, para intentar darle la contra a esta repugnante condición humana.

Y así me mantuve hasta apenas ayer, cuando la tentación de mirar pornografía fue demasiada y me masturbé furiosamente, pero sin terminar por arrepentirme en último momento. Me había despejado de todo cuanto atormentaba mi cabeza, pero no por mucho. No había entablado conversación con ninguna de las mujeres con las que me besaba y fornicaba, ni había intentado coquetear con Akriza. Cabe destacar que tampoco platiqué con Jicari, pues en aquellos días se ausentó inexplicablemente.

Y ahora llegaba la verdadera prueba, pues era viernes y estaba anocheciendo. El ajetreo y el tráfico no eran sino el preludio de otro día en donde los monos eran más decadentes que de costumbre. Habría borracheras en los antros de la ciudad, hombres deseosos de follarse a las estúpidas jovencitas que restregarían sus traseros en sus penes y que igualmente se pondrían ebrias. Habría gente que pagaría comidas caras y bailaría, que se divertiría y que ignoraría la miseria mediante más miseria. Y, entre todo ese barullo, algunos cuántos sonreirían y dirían que aquello era la vida. En verdad miraba a tantas mujercillas besándose con un cualquiera (como yo) y entregando sus cuerpos tan fácilmente para luego quedar preñadas y aportar un elemento más a este mundo deplorable. Por desgracia, nada se podía hacer para evitarlo, nada podía frenar los pensamientos de los humanos: sexo y dinero, rápido y fácil, cuanto más seguro y duradero mejor. Seguiría habiendo pordioseros, niños hambrientos y esclavizados, mujeres secuestradas, violadas, tratadas como basura. La religión continuaría lavando cerebros y recaudando el diezmo, los gobiernos continuarían enriqueciéndose con los impuestos del rebaño, y este, a su vez, se olvidaría momentáneamente de su decadencia para volver el lunes por la mañana a la misma y absurda falacia.

Pero ¿a quién le importaba que hubiese siempre guerras, muertes, injusticias o todo tipo de aberraciones en el mundo? Hoy era día para festejar, era el momento de sentirse más vivo que nunca, de dejar fluir todas las pasiones y entregarse sutilmente a la humanidad que nos conformaba. Así era el mundo, reinaba deliciosamente la hipocresía y la apariencia, la superficialidad y la mentira, pero en verdad nada se podía hacer para cambiar esto. Y, sin embargo, yo tampoco había sido diferente, y la pregunta clásica era si no quería o no podía. El mundo iba en picada, pero ¿era por voluntad propia? O ¿realmente era inevitable? ¿Era este el destino de la sociedad o la repugnante elección de cada habitante?

Constantemente decían que, para cambiar el mundo, debía primero cambiar uno, pero esto era mera superchería, pues de nada servía, al fin y al cabo. Además, si todo era absurdo, si nada divino había y todo estaba permitido, ¿qué importaba ser decadente? Y ¿qué si uno se embriagaba y se gastaba la quincena en una sola noche con mujeres de mala vida? Y ¿qué si lo perdía todo en apuestas o en gastos innecesarios? ¿No era la vida eso justamente, un desperdicio inmundo e innecesario de energía? ¡Al diablo el sentido de todo! ¡Al demonio las cavilaciones! Era la hora de sumirlo todo y ahogarlo en las copas, de besarse, revolcarse y despertarse para que comenzase la verdadera pesadilla, pero aún no. Todavía podía gozarse de la decadencia, todavía podía ser humano.

Salí de la oficina a las siete, pero el bullicio era sórdido y recalcitrante en las avenidas. Estaba en un dilema, pues dos caminos se presentaban ante mis ojos. Si tenía realmente libre albedrío, entonces este era el momento en que podría ejercerlo. Por una parte, estaba lo que creía era lo correcto, que básicamente consistía en ir a ver a mis padres y pasar el fin de semana con ellos. Si hacía esto, podría ayudarles en todas sus actividades banales, como ir a comprar mandado, hacer el agua, poner los platos, etc. Por otra parte, podría continuar como hasta ahora, hacer lo que tantas semanas había hecho. Esto consistía en unirme a la decadencia e ir a embriagarme para luego besarme con quien fuera o, en su defecto, follarme a una de aquellas prostitutas en la pestilente avenida Astraspheris. Podría, incluso, invitar a alguna madre soltera, mis principales amistades para pasarla bien; o a Lary, la muchachita que más me gustaba por ser siempre tan simpática y nada celosa.

Ciertamente, también estaba Virgil, pero era demasiado ortodoxa y moralista, pues solo hablaba de una relación seria donde pudiésemos amarnos eternamente, cosa que me producía risas y náuseas a la vez. Pobre Virgil, tan creyente del amor y tan ingenua, no hacía sino fregar platos en aquella cocina económica donde su madre cobraba apresuradamente con sus grasosas manos gordas. Y ella, tan tierna y estúpida, añoraba que yo contrajese nupcias y viviese a su lado felizmente. No podía sino regurgitar antes que visualizarme en tales circunstancias, pero la dejaba ilusionarse dándole falsas esperanzas que jamás se cumplirían. La verdad es que solo quería follármela, pero se hacía la difícil, quizá debía ser más insistente.

Como sea, el tiempo se escurría y no podía decidirme. Ahora sabía lo complicado que era elegir, lo inextricable del libre albedrío. Sería mejor dejarle todo al destino, pues así se vivía más fácilmente, pero no me convencía tampoco. ¡Cuán odioso era tener que decir sí o no, blanco o negro, bueno o malo! Me mordí las uñas y comencé a apretar los dedos de los pies sin sentido alguno, pero nada. Y es que yo sabía lo que debía hacer, sabía que ya no debía continuar en la decadencia. Tal vez si me fuese a casa de mis padres hasta podría invitarlos a cenar, pues los pobres añoraban tanto verme y convivir conmigo, en especial mi madre, quien sufrió terriblemente cuando abandoné el hogar. ¿Realmente quería eso? No estaba seguro. Me causaba gracia cómo en el fondo tenía la respuesta, pero no era capaz de renunciar a mi naturaleza como humano. De cualquier manera ¿qué más me daba? Era indiferente ser o no ser decadente. Era un humano como el resto, en nada cambiaría las cosas si me embriagaba o no, si veía a mis padres o iba a follarme a una de aquellas prostitutas.

¿Qué diferencia habría entre la sodomizada Akriza, la madre soltera Lary o la inmaculada Virgil? Mujeres decadentes contra una chica socialmente correcta. Unas que añoraban solo sexo y dinero, mientras que otra soñaba con casarse y llevar una existencia honorable. ¡Oh, que tristeza! Si tan solo me importase hacer esto último, pero no. Y ahora venía Melisa a mi mente, los recuerdos de nuestras infidelidades y la hipocresía de estar juntos, ¡nuevamente tragedia y dolor! La existencia no debía ser permitida a seres como nosotros. Sabía que, de existir diferencia alguna entre Akriza, Lary o Virgil, nada significaba, pues preferiría a una cualquiera antes que a una recatada moralista. Entonces no había duda, pues no podía contener ni negar lo que era, aunque ese no fuese yo mismo en el fondo. Esta era la sombra de mis deseos, lo que ocultaba y no temía mostrar como el resto. La decisión estaba tomada, así que saqué el celular y marqué un número. Lary contestó de inmediato.

Vería a Lary para irnos cuanto antes a un antro cercano al centro de la ciudad y luego dejaríamos que pasara lo que fuera, pues ya briagos cualquier cosa sería buena. Sin embargo, caminaba sin prestar atención a mi alrededor, con las manos dentro de los bolsillos, un cigarrillo en la boca y preguntándome ¿qué sentido tenía la existencia en este mundo? Si todo era absurdo, ¿por qué no terminaba ya? Ocasionalmente me distraía mirando las nalgas de alguna mujer que se cruzaba conmigo, pero hasta ahí. Por unos momentos estuve a punto de arrepentirme y volver a la estación para tomar el tren que me llevaría a casa de mis padres, pero era inútil si quiera considerarlo, pues bien sabía que no lo haría.

–¡Oye, Lehnik! ¿A dónde vas ahora? –exclamó de pronto una voz que yo conocía, viré y me percaté de que era Lary.

–Hola Lary, discúlpame. Es que iba tan abstraído en mis reflexiones.

–No importa, no te preocupes. ¿Cómo estás? Luces un tanto pálido.

–Estoy bien, gracias. No tiene relevancia, de verdad –afirmé con vehemencia para no retrasarnos–. Será mejor que nos vayamos, no alcanzaremos lugar si continuamos aquí.

–Sí, tienes razón. ¿Ya sabes a dónde ir entonces?

–Desde luego, es un lugar que me han recomendado algunos compañeros. Pero ¡vámonos ya!

Nos dirigimos al lugar en donde amaneceríamos seguramente. Me gustaba mirar a Lary, pues era bonita a su modo. Tenía cabellos rojos y largos, sus ojos eran rasgados, su rostro afilado y su piel morena. Era delgada y se arreglaba bien, con pantalones ajustados y buenos escotes, aunque no poseía grandes senos. Eso no importaba, me agradaba mirarla con lascivia porque eso parecía excitarla. En nuestros encuentros previos sencillamente nos habíamos limitado a mantener relaciones sexuales sin asistir a ningún otro lugar como ahora. Por lo tanto, era natural que luciese tan emocionada y que se hubiese arreglado tanto. Yo le gustaba, eso pude percibirlo desde que la conocí, y, en verdad, hubiésemos formado una bonita pareja de no haber sido por dos factores. El primero es que ella era madre soltera de un niño bastante repugnante al que no quedé con ganas de ver después de nuestra presentación como amigos. El segundo, invariablemente, se refería a que yo no me hallaba ni un poco interesado en mantener una relación seria.

Ese tipo de cosas simplemente me aburrían, incluso me irritaba atisbar a tantas parejas de imbéciles fingiendo quererse y solo añorando rozar sus cuerpos en la cama. Tal vez por eso me agradaban más las putas de la avenida Astraspheris, pues, al menos, ellas eran sinceras en sus convicciones. Sí, claro que eran decadentes y vendían sus cuerpos a cerdos hambrientos de sexo como yo, pero eso era preferible a la hipocresía del mundo. Desde esa perspectiva, me parecía mucho más valiosa y loable una zorra esquinera que Virgil o Melisa. Para mí, ninguna diferencia existía entre las mujeres virtuosas y las fáciles.

–¿En qué tanto piensas, Lehnik? Hoy más que otros días te noto sumamente extraño –inquirió Lary mientras caminábamos rumbo al antro.

–En nada, no importa –repliqué aparentando indiferencia–. Quizás a la vez en muchas cosas también, pero es complicado que intente explicarte.

–Bueno, podrías intentarlo ahora que al fin aceptas salir conmigo.

–Sí, podría, pero no sé. Ya veremos si con unas copas encima me animo.

–Me parece bien, la verdad es que tengo muchas ganas de embriagarme.

–Ah, ¿sí? Y eso ¿por qué? ¿A qué se debe ahora?

–Te contaré cuando estemos en el antro, mientras tanto dime ¿cómo ha estado tu semana? ¿Qué dice el trabajo?

–Pues lo mismo de siempre, solo zarandajas.

–Pero ¿qué es exactamente lo que haces?

–La verdad es que me parece de lo más intrascendente.

–Ya veo, suena bien.

No hablamos más hasta que llegamos al antro. Por suerte, y a pesar de la hora, no había tanta gente, así que pasamos fácilmente y nos acomodamos en una mesa un tanto cargada hacia la izquierda. El lugar tenía todos los matices de una taberna y apestaba como tal. Había muchas personas bailando y el volumen de la música se me antojó un tanto alto, por lo cual tenía que hablar un poco más elevado que de costumbre. Las luces me ocasionaron un leve mareo hasta que me acostumbré, pues contrastaban exóticamente con la oscuridad del sitio. De inmediato sentí la atmósfera típica de un viernes por la noche, y eso que recién comenzaba. Tanto hombres como mujeres bebían y reían, coqueteaban y olvidaban sus penas. Algunos, aunque era muy temprano, ya estaban hasta atrás de borrachos, otros vomitaban y recitaban maldiciones a sus exparejas o juraban amar todavía a no sé quién. Los había de todos gustos, colores y sabores, pero lo que imperaba era embriagarse, el dulce néctar de aquella sustancia para hundirse en la miseria, en la sórdida decadencia. Si me preguntasen por qué las personas asistían a ese tipo de lugares, mi respuesta sería sencilla: para olvidar lo miserable que era el mundo.

Sé bien que mis padres y otros tantos moralistas condenaban este tipo de acciones, que religiosos imberbes injuriaban embriagarse en un antro. Y yo solo reflexionaba y me cuestionaba que, de cualquier manera, ¿había algo más que pudiera hacerse? Existía diferencia alguna entre estar borracho hasta el amanecer y hundido en la decadencia, o estar en cama durmiendo y siendo buena persona. Antes creía que sí, y, por eso, intentaba ser distinto, porque tenía fe en un cambio, en un despertar. Sin embargo, eso nunca ocurrirá. La existencia humana es carente de todo sentido, y, al fin y al cabo, estar borracho con alguna mujerzuela fácil y sin moral era preferible a estar aburrido en casa masturbándome o fingiendo que amaba a mi esposa y que añoraba una buena vida con mi familia.

¿Qué me importaba dar una buena impresión en la sociedad, casarme, tener hijos y educarlos, ir a la iglesia, practicar un deporte, trabajar y luchar por un hogar, vivir para y por alguien más, seguir las normas de lo que era correcto en esta existencia hipócrita y funesta? ¿Qué diferencia había entre una mujer cualquiera y una virtuosa, entre un borracho y un sacerdote, entre un drogadicto y un padre de familia, entre un mujeriego y un buen marido, entre un sujeto que quería morir joven y otro que deseaba llegar a la vejez? ¿No estaba la balanza a favor de los primeros, de los decadentes e inmorales, de los insensatos y despreocupados? Y yo ¿en qué lado estaba? Fehacientemente, en el de los primeros. Y es que yo ya ni siquiera podía reconocerme como alguien que en realidad existía.

–Bueno, pues ya estamos aquí –mencionó Lary, sonriendo con encanto–. ¿Qué es lo que pediremos?

–Pues a mí me gusta el vodka –dije con picardía.

–Bien, entonces pediremos vodka para comenzar.

–Por mí está bien –asentí con indiferencia–. ¿Hasta qué hora te irás?

–Pues la verdad es que no tengo una hora. No me interesa llegar a casa, preferiría terminar en cualquier otro sitio.

–De acuerdo, veo que comienzas a despejarte.

–Tal vez, es solo que estoy harta de los problemas, siento que ya no puedo más.

La mesera se acercó y pedimos la bebida, aunque Lary rompió en llanto subrepticiamente. Sentí un poco de pena, pero entendí que no era el momento para complicar el asunto. Mi especialidad no era escuchar los problemas de otras personas, razón por la cual rara vez aceptaba alguna salida con alguien, pues sabía que los humanos solo buscaban un desahogo y me importaba un bledo enterarme de sus pesares. Con Lary, sin embargo, podría hacer una excepción, o eso esperaba, tan solo porque era una mujer fácil a la cual podía tirarme cuando me viniera en gana. De su vida sabía poco y, de no ser porque ahora parecía decidida a explayarse, continuaría ignorando plácidamente aquellos asuntos. Y, en todo aquel escenario miserable, hubo algo que llamó mi atención de modo palpitante: la mesera. Ella era demasiado hermosa como para no fijar mi percepción en su silueta.

Afortunadamente, Lary no me miraba con detenimiento debido a su llanto, pero yo sí clavé mis ojos en aquella muchachita que debía tener casi la misma edad, menos de treinta seguramente. Me cautivaron sus ojos de azul índigo, resplandecientes y grandes, los cuales contrastaban perfectamente con su piel blanca y ahíta de tatuajes coloridos. Su cabello negro y corto me embelesó pues traía unas extensiones rosas. Usaba unos pantaloncillos cortos que solo le cubrían muy por debajo de sus partes íntimas, exponiendo así unos fantásticos y relucientes tatuajes de planetas matizados en sus bien trabajadas piernas. Noté de inmediato que se trataba de una chica de gimnasio y esto me agradó bastante. Sus senos eran grandes y firmes, y sus labios parecían hipnotizarme más que el parpadeo de las luces del lugar. Ella me miró y, dada la intensidad, entendí que yo le había gustado. Se retiró un tanto sonrojada y Lary ni siquiera se percató de nuestra conexión, aunque yo disimulaba esporádicamente para percatarme de sus movimientos, pero lo hacía con tal discreción que pasaba desapercibido.

Los tragos llegaron y la charla con Lary, quien ahora parecía estorbarme, prosiguió. Debo confesar que la escuchaba solo mi cuerpo, porque mi mente estaba en otra parte.

–Ahora bien, ¿me contarás por qué estás tan pensativo?

–Sí, desde luego. La verdad es que se trata de fruslerías, pero, si quieres saber, te diré.

–Me gusta cómo siempre tachas todo lo humano de banal.

–Sí, supongo es normal en mí.

–A mí me encanta, aunque a veces me hace sentir mal.

–Muy bien, pues hay un tema muy absurdo que hace poco me fue comunicado y que mi cabeza sigue procesando a pesar de que no quiero mantenerlo en mí –expuse confundido, relatándole todo lo acontecido desde el suicidio de Melisa.

–¡Qué fuerte, qué cosas! –dijo exaltándose–. Vaya que son impresiones que yo no podría resistir. Sin embargo, tú luces tan tranquilo.

–Pues me es indiferente, esa es la razón.

–Pero no es normal, en verdad que no –repuso conmocionada–. Las personas no podemos ser como tú, tan frío y alejado. ¿Es que acaso nunca has tenido emociones o sentimientos? ¿Nada te ha inquietado alguna vez?

–Pues creo que antes sí, cuando creía en el mundo y quería cambiarlo todo.

–Y ¿qué pasó entonces? ¿Tiene algo que ver con esa tal Melisa de la que alguna vez me comentaste?

–No, ciertamente no –aclaré de inmediato–. Si bien es cierto que ella fue un ser a quien creí de manera ridícula amar, no fue por ella. Lo que pasa es que de nada sirve intentar darle la contra, cosa que antes quería hacer.

–¿La contra a qué? No te sigo.

–A esto.

–¿A qué?

–A la pseudorealidad.

–¿Qué diablos es eso?

–Pues digamos que es un término que yo mismo me he inventado para describir el entorno en que se desarrolla nuestra trivial existencia.

–¿Trivial existencia? Entre más te conozco, más raro me pareces. No entiendo por qué no habíamos tenido la oportunidad de conversar más profundamente antes –dijo emocionada.

–Supongo que por razones obvias –respondí riendo sardónicamente, lo cual ella entendió–. Me cuesta entablar coloquios como ahora, de suerte que los efectos de la bebida me ponen un poco más elocuente.

–Pero háblame un poco más de la pseudorealidad como tú lo entiendes, ¿qué es o cómo surge? ¿Por qué dices que a todos nos envuelve?

–La pseudorealidad es un concepto que me ayuda a separar mi mente de lo que hay, de la ficción que impera. Por lo tanto, en dicho concepto englobo todo lo decadente, lo que nos constituye sin ser intrínseco, lo que se nos ha implantado desde nuestro nacimiento para sentirnos cómodos en este mundo banal y no cuestionarnos.

–Suena interesante, al menos para mí –comentó sonriendo con cariño mientras me miraba.

–Supongo que sí. El punto es que todo cuanto hacemos y somos es pseudorealidad, y por más que se luche nadie puede escapar de ella. La verdad es que, en un tiempo, traté de luchar, pero comprendí que nuestra naturaleza humana nos impide reunir suficiente voluntad para liberarnos de esa espesa capa. Por ejemplo, supongamos que un humano se libra, o cree librarse de la pseudorealidad, pues este ser podría mantenerse fuera de la pseudorealidad por determinado periodo, pero invariablemente terminaría retornando a ella, porque se encuentra tan inmanente en él mismo. Los humanos no podemos vivir sin esto que nos rodea, sin este consumismo desmedido y estas apariencias repugnantes. De cualquier manera, terminaremos haciéndonos daño a nosotros mismos, negando lo que en el fondo somos y añoramos, absteniéndonos de placeres que son los únicos que nos hacen sentir vivos. El engaño se prolongará tanto como se intente luchar, pero llegará el momento del quiebre, ya sea mediante sexo, dinero, o cualquier otro agente. La pseudorealidad siempre sabe identificar nuestras fallas, y es ahí donde se encasqueta como una espina que se hunde cada vez más y que, entre más rechacemos, más nos infectará. Es imposible darle la contra, al menos no lo considero viable siendo humano.

–Jamás en mi vida hubiera previsto eso de la pseudorealidad –dijo y se acercó a mí para unir su boca con la mía.

–Entonces ¿no hay nadie que se salve de la pseudorealidad?

Y así prosiguió la plática, con aquella mujercita joven, desalmada y miserable fascinándose con mis aseveraciones extrañas sobre la humanidad. Creo que la divertía mi manera de ver las cosas, aunque era imposible que pudiese aceptarlas o meditar acerca de tan tormentosos dilemas. Yo respondía tan solo porque quería seguir bebiendo, así como olvidarme de mi existencia sin sentido en aquel antro vil y oscuro donde las personas a mi alrededor hacían lo mismo. Sabía que terminaría acostándome con Lary como en tantas otras ocasiones, pero ahora me veía tentado a seguirle el juego. Una especie de sardónico placer me deleitaba al responder sus inocentes preguntas. Al fin y al cabo, esta sería otra noche más donde todo era siniestramente absurdo. Si tan solo pudiera suicidarme, si tan solo pudiera cumplir mi deseo de no existir más en ninguna realidad, entonces todo, en verdad todo sería solo felicidad.

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El Extraño Mental


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