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El Halo de la Desesperación 41

El amor puede ser solo una estupidez, sobre todo el nuestro; pero al menos conocerte ha tenido para mí más sentido que cualquier otro instante absurdamente vivido. Y haber besado tus labios ha sido, para mí, más mágico y divino que cualquier otra experiencia proporcionada por el caos o el azar. Cuando te besé, algo en mí emergió; algo que me hacía sentir como si la vida y la muerte pudiesen conjugarse en una supernova cuyo infinito resplandor trascendía el tiempo y cualquier humana concepción del bien y el mal.

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Si conocerte ha sido una casualidad solamente, entonces creo que ya puedo morir tranquilo, pues nada mejor, en lo sucesivo, superará este encuentro tan maravillosamente divino. Justo el tiempo correcto para la sincronización de eventos, para esa mística sonrisa detrás de la cual se hallan unificados el caos y el orden; mas de un modo tan profundamente misterioso que escapa a cualquier posible explicación. Me mantengo alerta, contemplando cada recoveco de tu cuerpo e imaginando cada color que emerge mágicamente de tu alma y alebresta todos mis sentidos hasta que ya no sé qué más hacer sino besarte con toda la libertad de que es capaz mi humano corazón.

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Los humanos son repugnantes, miserables y estúpidos por naturaleza. El diferenciador existencial para iluminar el sendero radica en cuánto podemos alejarnos, en esta ínfima experiencia, de la inmundicia que por nacimiento nos cobija. Por desgracia, la mayoría muere en el mismo estado en que surgió, y eso le hace volver a experimentarse hasta poder despejar las tinieblas que simbolizan su humana existencia.

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Y, cuando te vi por vez primera, creí que estaba alucinando, pues me parecía una locura el hecho de que un ser como tú existiera; mas, sobre todo, que yo pudiera percibirte en mi fatal naturaleza humana. Creo que caí en un colapso sibilino del que aún no me recupero y tal vez jamás lo haga, ya que sentí como si nuestros corazones se fusionaron cuando nuestras miradas chocaron con tal violencia. Sin embargo, tuve que guardarme toda la magia desde entonces, puesto que tú eras ya la inefable musa de una sublime poesía que no es ni será nunca la mía.

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Desentonaba conmigo la fútil apariencia que el mundo obsequiaba al ser en su constitución más superficial. Fue así como me extravié voluntariamente en el recorrido de una existencia que ya me parecía bastante odiosa y repulsiva. Y, cuando deleité mi alma con la llave suprema, reí eternamente en la cumbre de la poesía suicida.

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