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Encanto Suicida 18

Todo tipo de música, literatura, arte, ciencia, sabiduría, conocimiento, percepción y existencia humana han dejado de tener sentido para mí. ¿Qué resta, entonces, que todavía me impide el deleite del sublime encanto suicida para orlar esta pésima ironía? Lo absurdo ronda por doquier, me emponzoña el alma y trastorna mi percepción. La anomalía impera, los ecos de sangre blasfeman y la especie humana prosigue su trayecto hacia la peor miseria. ¡Qué locura no haberse matado todavía, no haberse extirpado por voluntad propia de este sacrilegio atroz! Ya solo puedo sentirme bien en lugares abandonados donde impera el silencio y donde ninguna nefanda voz infecta mis oídos. Cualquier discurso, por inteligente que parezca, no significa ya nada para mí; puesto que proviene de un mono más. En este mundo la única sabiduría que estoy dispuesto a aceptar es la de mi voz interna, la de mi intuición orlada, la de las flores que se desvanecen conforme más ultrajes recibe mi espíritu deprimido. ¿Hasta cuándo culminará esta blasfema pesadilla? ¿Por qué tuve yo que existir tan trágica y nauseabundamente? ¿Qué diablos significa este mundana experiencia sino la travesura de aquello que jamás podré comprender sin importar cuánto me esfuerce?

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Escribir, acaso, me mantenía con vida… Al menos era una oportunidad de expresar todo aquello por lo que infinidad de personas se sentirían ofendidas. Escribir lo hacía todo más fácil, menos tergiversado, menos humano Y, cuando ya no pude hacerlo, me percaté desde hace cuánto tiempo ya estaba más que muerto. No pude o no quise, da igual. Mis memorias estaban derruidas y mi mente se había trastornado debido a los insípidos sucesos que desde entonces acontecieron. La barbarie de la existencia era llevar a cabo la locura del día a día, esa caterva de contradicciones y miseria incuantificable que corroían el alma y envenenaban el interior con sus múltiples tentáculos de atemporal insatisfacción. Yo era quizás un demente, alguien que había razonado más que otros; pero que, como esos otros, también se había percatado de la implacable inutilidad de la vida, la humanidad y el tiempo. No había otra salida, otra forma de poner fin a tanta insustancialidad, de liberarse de los sombríos presagios que ya se avecinaban sin piedad alguna sobre nosotros… Hundirse, dejarse caer, ahogarse en el apacible y perfecto manantial donde todo ha de sucumbir tarde o temprano; solo eso quedaba para los maniacos deprimidos como yo.

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No quería vivir, pero tampoco estaba seguro de querer morir. Ciertamente, mi existencia ya jamás se podría eliminar, ni siquiera con la muerte. ¿Cómo lidiar con tan fúnebre circunstancia? ¿Cómo aceptar la inutilidad de esta vida humana que ahora, creo, es mía? Únicamente hubiese querido nunca haber existido, ¿por qué no tuve la oportunidad de haber elegido? Y, si lo hice, entonces yo mismo me condené al peor de todos los castigos. Yo mismo soy mi verdugo, mi asesino y mi demonio. No hay nadie más a quien culpar, ninguna deidad a la cual hacer reclamo alguno al respecto. La atrocidad viviente fue sentenciada en un instante de efervescente desvarío existencial, de catártico e impertinente deseo carnal. Fue solo un error adimensional, una especie de tragedia para la cual no bastarían los lamentos proferidos en la noche cerúlea en que mi sangre se apoderó de esta forma imperfecta. ¿Por qué estúpida razón? ¿Era esto parte de mi destino, mismo que se extendía más allá de los presentimientos de esta simple agonía mía? Pero lo peor era el cúmulo de desgracias que me impedían pensar con claridad, que siempre venían para hacerme un prisionero de su grotesca oscuridad.

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Entre las cosas que más me fastidiaban, además de respirar, estaba el hecho de tener que comer. Si tan solo mi energía fuese ilimitada, si no tuviese que verme atado por tan fútiles necesidades humanas. Por eso odiaba mi naturaleza, porque me sentía constituido de la manera en que exactamente jamás me hubiese gustado ser. No había tenido opción, empero. No había estado en mis manos la elección, sino que había sido obligado de algún modo misterioso por algo aún más misterioso a estar aquí… ¡Cuánto sufrimiento! ¡Cuántas lágrimas! ¡Cuánta sangre! Y todo esto ¿para qué? ¿Lo sabría al morir? ¿Habría algo más allá de esta infernal y ominosa experiencia? Lo humano era lo que debía ser demolido, ahogado sin remordimiento en un pantano de donde nunca pudiera volver a surgir. Cada ideología, sermón, palabra, mandamiento, filosofía, teoría o texto que tuviera que ver con esta raza absurda e ignominiosa debía indudablemente ser evaporado sin compasión.

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Estoy harto de salir a las calles y tener ese trágico pensamiento de superioridad, pero es inevitable no tenerlo al percibir la ignorancia, estupidez y miseria de toda la humanidad. ¿Cómo evitar no ser superior a ellos cuando hacen precisamente todo lo que los hunde en la banalidad? Por más que lo intentase, imposible me resultaba no saber que yo, pese a mi frágil constitución, sería por siempre ajeno y mejor que esos monos rebosantes de perdición. Lo que no podía soportar era compartir su aberrante naturaleza, la funesta y mísera forma en la que se comportaban, pensaban y vociferaban una estupidez tras otra. ¡Ya no podía soportarlo por más tiempo! ¿Por qué lo había soportado hasta ahora siendo que siempre la preciosa puerta del suicidio había estado llamándome? Era yo todavía tan tonto, necio y ciego como para no terminar de convencerme de una vez por todas de que la muerte era lo mejor y la vida solo una patética y horrible fantasía. ¡Quién sabe por qué existía un mundo como este! ¿Qué importaba ya saberlo? Lo único relevante ahora era arrojarse al vacío multicolor y olvidarse de todo por la eternidad.

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La única manera que se me ocurre para ayudar a alguien a hacer su existencia menos mísera y aciaga es asesinándolo; cualquier otra vía, ciertamente, está destinada al irremisible fracaso. La humanidad es algo que debe ser exterminado, que no tiene razón de ser y que, en todo caso, solo se ha dedicado a contaminar el planeta y extinguir a las demás especies. Debe tratarse, irremediablemente, de un experimento fallido de alguna entidad alienígena que ni siquiera se tomó la molestia de eliminarnos tras haber contemplado su obra fracasada y vapuleada por el sinsentido. ¡Qué cómico recordar cómo algunos monos han teorizado que el ser humano es la especie más evolucionada y que su existencia es obra divina! Estos adoradores de la banalidad extrema parecen no ser plenamente conscientes de cada acto nefando y trágico que acontece diariamente. Si lo hicieran, posiblemente ellos mismos serían los primeros en esfumarse. He ahí, supongo, una habilidad maravillosa de la controvertida mente humana: la de siempre tener algo o alguien con qué volver a engañarse lo suficiente como para no renunciar a la vida; aunque sea esto, de hecho, lo más conveniente hoy y siempre.

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Encanto Suicida


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