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Encanto Suicida 23

El mayor pecado que comete el mono es reproducirse, prolongar las putrefactas semillas de una especie tan carente de sentido y tan limitada en todo aspecto. Si dios realmente existe, o el diablo, sea de cualquier religión inútil, le pido un solo milagro: retirar a la humanidad el estúpido acto de tener hijos. Ya no necesitamos más esclavos y el mundo ya está demasiado carcomido como para contaminarlo aún más con nuestra trágica e ignominiosa esencia. De hecho, no comprendo (y nunca lo haré) la arrogante y eterna obsesión del mono por reproducirse sin importarle en lo más mínimo ninguna otra condición o perspectiva. Supongo que el impuso sexual es el que siempre más nos enloquece, al punto en el cual somos capaces de quebrantar todas las leyes y derribar todas las murallas con tal de fornicar y engendrar. Queda en claro entonces que, para la gran mayoría, más allá de eso, absolutamente nada más hay ni debe haberlo. Viven en una eviterna prisión sexual, dominados por sus deseos más grotescos y totalmente incapacitados de oponer la más mínima resistencia. He ahí lo que es la humanidad en mayor o menor medida: una raza de idiotas para los cuales el sexo, el poder y el dinero lo son todo.

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No conozco anhelo más puro, sensato y hermoso que el de querer suicidarse; ese debe ser el himno de la sublimidad, el sendero por el cual caminan los verdaderos espíritus. Cualquier otro anhelo está impregnado de asquerosa mundanidad y pertenece, obviamente, al resto del mundo; al rebaño que existe miserablemente y ensucia la voluntad del suicida divino. Tal vez ahora puedan parecernos sorprendentes tales sentencias, pero creo firmemente en que no están para nada equivocadas. Se trata sencillamente de una cuestión histórica y hasta moral, por irónico que parezca. Es decir, de lo que la humanidad entiende por bueno y por malo. Naturalmente, la muerte y el suicidio le parecerán como los grandes corruptores por defecto; como esos enemigos irremediables que amenazan su bienestar y buscan arrojarlo a los abismos del silencio y la nada. Para mí, empero, esto último suena increíblemente bien; tanto que no sé qué diablos hago escribiéndolo y no haciéndolo. La humanidad no sabe nada, no ha comprendido nada y dudo que lo haga. Ha sido así y así será por siempre hasta que la verdad, la libertad y la muerte sean reconocidas como la auténtica Santísima Trinidad de aquellos dementes quienes consiguen asesinar cada uno de los espejismos de la pseudorealidad en su interior y para quienes el pesimismo es ya su única religión.

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Querer matarse no es ninguna locura; de hecho, es lo más razonable cuando se comprende la inutilidad y la ridiculez que significa existir en este mundo impío, cuando se discierne lo patético y banal de pertenecer a la raza humana con su ostentosa carencia de sentido. Nada bueno puede provenir de la impureza terrenal que nos gobierna, de la infame predilección por el vicio que nos atormenta desde el origen más siniestro y absurdo. Cada instante vivos es una gota más de sangre desperdiciada, un nuevo martirio en el elíxir del que bebemos tan desesperada y cruelmente. ¡Cuánto nos hace falta comenzar a amarnos de verdad! ¡Cuánto nos odiamos en el fondo, y con justa razón! Si todo lo que nos constituye es erróneo, patético y nauseabundo sin importar la perspectiva desde la que se le contemple… Pese a todo, nos negamos a desaparecer como si todavía esperásemos algo de la vida; como si todavía nos quedaran fuerzas para seguir existiendo y soportando a los parásitos execrables que nos rodean. Pero no, claro que no es así… ¡A nosotros ya no nos quedan fuerzas ni ganas de nada, quizá ni siquiera de suicidarnos!

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Hoy la indiferencia en mi interior llegó al límite, absorbió incluso lo más íntimo de mi espíritu y distorsionó mi consciencia más allá de las concepciones del bien y el mal. Al regresar a mi triste y sucia habitación, tuve de pronto la sensación de querer llorar y gritar… De sentirme libre por primera vez en mi vida, de ser yo mismo en el ocaso de mi existencia; de matarme sin importar si era yo joven, viejo o si, quizá, ya no me hallaba entre los cuerdos. ¿De qué servía negar la sórdida y ruin pseudorealidad en la que me hallaba enclaustrado absolutamente en contra de mi débil voluntad? Yo era, de cualquier manera, solo una marioneta más en este ominoso teatro de lo absurdo y lo patético. En mí, como en el resto, imperaban deseos horribles y violentos que no podía contener por más tiempo… A diferencia de ellos, yo estaba ya tan hastiado de mantener presos a mis mejores demonios; necesitaba abrir la jaula y permitir que tomaran el control… ¿Qué pasaría entonces? Solo los dejaría libres por un par de horas, acaso por un pestañeo de la perfecta eternidad. Tendrían plena consciencia de asesinar, fornicar, envilecerse, emborracharse y deleitarse con cualquier clase de vicio y prejuicio. Luego, deberían volver a ser apresados; la pregunta era, no obstante, si tendría yo la fuerza suficiente para volver a dominarlos y encerrarlos en mi interior.

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Entendí que había llegado el momento que tanto había buscado y al mismo tiempo evadido… Así que pensé en todo lo que me había hecho humanamente feliz y sonreí, atravesé la puerta y me dirigí como un loco hacia mi sublime destino; el único que ahora podía pertenecerme, la única libertad de la cual nadie podía privarme: la decisión de ahogarme en el manantial del suicidio y de no volver a saber nada de este horrible mundo jamás… Aquello era sumamente bello y deseable, algo que antes ni siquiera pude haber concebido en mis más dementes ensueños. Era la inmarcesible culminación de cada uno de mis lóbregos desvaríos y dolores insoslayables; era sangre pura emanando de mi cabeza mientras mi alma se desfragmentaba en tantas partes como el infinito mismo… La experiencia había resultado traumático sobremanera, totalmente inadecuada para mi sensibilidad inflamada y mi corazón melancólico. Entonces ¿por qué había yo existido? ¿Hubo algún sentido detrás de todos aquellos tormentos que ahora lucían distantes y tan poco reales? ¿Qué había sido todo eso sino una pesadilla demasiado vívida y colorida? Solo un sueño demente de máxima distorsión y fúnebre naturaleza, de putrefacción encarnada en cada partícula que fluía con los besos del tiempo y el caos del presente eterno… Solo esperaba que ahora sí todo terminase, que esta vez no hubiese más retornos ni consejos espirituales poco satisfactorios. ¡Que esta vez la vida fuera silenciada por siempre y que la muerte no dejara de abrazarme sin antes haberme purificado por completo de mi insoportable y vomitiva humanidad!

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