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La Execrable Esencia Humana 01

Lo mejor que podría ocurrirle a una raza tan despreciable como la humana es la más imperiosa extinción. De su divina destrucción podría originarse un mundo nuevo, una vida hermosa y un bienestar absoluto. Y es que, entregados por completo a lo absurdo, lo material y lo económico, hambrientos de sexo, poder y dinero, los títeres han perdido el rumbo y el sentido de cualquier sublimidad. Hoy en día el ser humano no llega a ser ni una mísera sombra de todo lo que pudo haber sido: el superhombre nunca ha sido ni será, nunca morirá puesto que nunca nació; el ser ha fracaso y su posible grandeza no es sino cosa del pasado.

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Tornándose cada vez más en meros cascarones, en despreciables peones fácilmente manipulables y con deseos de las cosas más superfluas, aquellos seres deplorables se han encargado de asesinar el único y último rastro de posible divinidad que habitaba en su inmunda alma. Tristemente, de continuar así, el mundo quedará devastado por la esencia más execrable de todas: la humana.

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Por desgracia, me vi obligado a vivir siempre entre una caterva tras otra de infames monos parlantes. Por suerte, logré morir joven para descansar entre bellos demonios y versos inmaculados. La vida: mi infierno más llevadero; la muerte: mi cielo menos improbable. Todo lo que detesté en este plano aciago, estoy seguro, no habrá de limitarse solo a las cosas de la mente… El más allá, ¡ay, siniestro deseo enmascarado de esperanza sin pies ni cabeza! Ya no hay marcha atrás, la luz y el remolino me devoran y el alba aparece mientras el sueño eterno mi consciencia azota.

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Soñar para vivir, vivir para morir, morir para evolucionar, evolucionar para destruir, destruir para crear, crear para nacer, nacer para soñar… La cíclica naturaleza de la existencia y sus ominosas vertientes parecen dejar poco a la suerte. ¿Qué es nuestro libre albedrío entonces sino una mentira más que debemos creer como cierta si es que deseamos no enloquecer demasiado pronto? ¡Y vaya consuelo de los tontos en adjudicar los sucesos a una inexistente deidad suprema! Pero al menos así, dicen algunos, “el ser puede conocer la verdad”. Nunca, creo, me había desternillado de tan exquisita manera…

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Una sucesión de infinitas pesadillas atormentaban el melifluo catártico proveniente de un manantial de belleza inefable que se alimentaba con el llanto de mi marchitada y somnolienta existencia. Los lamentos provenientes de las profundidades de mi espíritu no asombraban ya a nadie, ni siquiera a mí mismo. Las llanuras eran demasiado planas y los inviernos demasiado fríos; mi esencia se debilitaba con cada día y la inevitable consecuencia de aquel lóbrego desvarío no podría ser otra sino la caída… Sí, la caída hacia aquel averno donde tantas veces arrojé, queriendo o no, las partes más nauseabundas y sórdidas de mi verdadero yo.

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Era bonito imaginar que, al morir, nunca más tendría que preocuparme por averiguar quién era yo en esta tétrica ironía llamada vida. La inconsciencia lo devastaría todo como un relámpago sin fin, continuamente pulverizando cada recuerdo, vivencia o lamento… ¡Ay de mí si entonces, presa de un incomprensible sentimiento, todavía tengo la desfachatez de aferrarme por última vez a mi eterno y afable tormento!

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La Execrable Esencia Humana


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