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La Execrable Esencia Humana 34

¡Qué poco consigue razonar y reflexionar el ser durante su pestilente estancia en este mundo absurdo! No cabe duda de que, para vivir, lo único que se requiere es ser un tonto dispuesto a cegarse con cualquier cosa y, entre más pronto, mejor. Las supuestas cualidades admirables en lo humano palidecen (y por mucho) ante todos sus defectos, impulsos y repugnantes características. Quien sea que haya diseñado este cuerpo, mente y alma indudablemente experimentó con nosotros, pues solo así podría explicarse tal ausencia de talento, intelecto y espíritu.

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En las más odiosas noches donde la pesadez del insomnio abarcaba cualquier perspectiva, me figuraba si no me sentiría más dichoso siendo como todos ellos, como el pintoresco rebaño al que tanto detestaba. Sí, aunque me repugnaba lo miserable que era la humanidad, también sabía que así era mucho más fácil y soportable existir en este absurdo infierno. Cegarse, embrutecerse y autoengañarse con cualquier cosa o persona resultaba imprescindible para existir por un largo tiempo; de lo contrario, habría que atenerse a las infames consecuencias: la locura, la misantropía o la muerte.

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Ahora me desternillo mientras imagino mi suicidio, al rememorar esas desesperadas acometidas de una humanidad no extinguida por completo en mi ser. Por suerte, entendí la estupidez que significaba anhelar el eterno retorno a la repugnancia de la que tanto trabajo me costó librarme. Y ahora, aturdido y compungido, solo tengo una última opción para salvar mi alma: desaparecer por completo y volverme uno con el polvo estelar del que jamás debí haber surgido.

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Fue entonces cuando supe que no era necesario sentirse bien para continuar viviendo, fue ese el momento en donde comprendí que la vida no debía ser hermosa ni el mundo un lugar espléndido. Es más, era todo lo contrario: vivir era horrible y el mundo asqueroso, pero aún más intolerable que lo anterior eran los seres que habitaban tan plácidamente esa consagración suprema de ignorancia y podredumbre en la que se suspendía la existencia. Los nefandos títeres que se agrupaban a mi alrededor y cuyas ominosas charlas no podía evitar en ocasiones… ¡Eran ellos los culpables de mi siniestro martirio! ¡Eran los monos parlantes a quienes debía aniquilar para purificar un poco el tiempo y la eternidad de su inmunda humanidad! Y luego también yo debía asesinarme, pues también yo era una sombra arrastrada por el abismo y cuya sangre ya no refulgía más con los colores supremos.

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Después de todo, no hubo algo a lo que no terminase por acostumbrarme; e incluso hasta acepté el hecho de vivir miserablemente como el resto, pues el suicidio era un acto tan sublime para alguien como yo: tan vil y cobarde, tan preñado de infame insustancialidad.

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¿Qué podía hacer, ciertamente, un pobre tonto como yo? No había otra alternativa sino la resignación, al menos así lo consideraba ahora. Odiaba este mundo, a las personas y a mí mismo, pero aún no podía matarme. Debía vivir, aunque no supiera para qué… Y, mientras no lo descubriese, tampoco sabría con exactitud para qué me mataría; y eso arruinaría todo por lo que he respirado hasta hoy. ¡Oh, dios! Para empezar, ¿quién diablos soy yo? ¿Por qué habito este cuerpo? ¿Por qué tengo estos sentimientos, pensamientos y sensaciones? ¿Por qué me pregunto todo esto cuando bien podría estar ahogándome en la bebida o extasiándome en los brazos de alguna mujer extraña? Supongo que yo soy un extraño, un pobre idiota al que su propia mente atormenta más de lo que debería; un poeta-filósofo del caos cuyas perspectivas parecieran haberse tornado en sus sibilinas y renuentes amantes.

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