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La Execrable Esencia Humana 62

Lo que más desprecio en mí es mi patética esencia humana y la inutilidad con que devora mis ideas. Supongo que tendré que matarme pronto, pues es la única manera que conozco para poner fin a tan deprimente y ominosa condición. No existe otro modo de alcanzar lo divino y de abandonar este infierno imperante; cualquier otro camino sería más de lo mismo: mentiras, ilusiones y espejismos de los que ya estoy más que asqueado y decepcionado. Para mí, que he ya dilucidado el halo de la desesperación y que he padecido sus efectos adversos todo este tiempo, ninguna medicina resultaría ya efectiva sino el incomparable placer de quitarse la vida en un acto de absoluta y última lucidez.

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La idea de morir me embelesaba, pero también me hacía estremecer con infinito terror, pues detestaría tener que vivir de nuevo tras haberme ilusionado con la hermosa y eterna despedida que tanto añoro conocer. Pero ¿qué es lo que yo sé sino precisamente lo que menos importa y lo más humanamente conocido? ¿Qué es, ciertamente, toda la sabiduría humana sino un juego de niños al que solo los tontos se enganchan con irreprimible gozo y funesta alegría? Los cielos se abren para quien ha dejado de mirar la realidad en su aspecto más superficial y ahora puede atravesar las paredes sin importar de cuántos intentos estemos hablando. Locura y muerte, acaso, siempre van de la mano y suelen aconsejarse cosas extrañas. A veces yo las escucho y me irrita su cínica honestidad, aunque también me fascina saber que ante ellas podría yo desnudarme y vomitar sin parar hasta vomitar también mis intestinos, mi mente y hasta mi alma plagada de humano divagar.

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Por salud he creído que el ser no es real, por enfermedad he sabido que su trivialidad ha trascendido mi imaginación. Hace mucho tiempo que he dejado de cuestionarme tantas cosas, pero a veces creo que resulta intolerable la monotonía de los días sin un toque de mística curiosidad. No es que no quiera saber, es que creo ya no hay nada que saber. No hay nada que aprender en realidad, porque la vida misma es solo una ilusión en la que decidimos diariamente creer con todas nuestras fuerzas. Mas si no fuera así, si nos permitiéramos solo sentir y dejáramos de estar tan encasquetados en los agrietados baúles del raciocinio, tal vez podríamos comenzar a ser más sabios de una forma en que no lo podríamos haber imaginado jamás. En última instancia, morir parece ser lo más hermoso y lo menos buscado, aunque quizá nos enseñe demasiado; más que cualquier otra lección. Y tal vez en verdad es la lección final, aquella para la que hemos tenido que vivir tanto y tan estúpidamente.

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La muerte, para la mayoría, es solo el fin del inmenso cúmulo de estupidez que esparcieron en su inmunda y patética existencia, ya que, en realidad, no son dignos de ella. Sin embargo, para una minoría, para nosotros los filósofos-poetas del caos, tal vez la muerte es la consagración de la verdadera y única libertad que vale la pena experimentar. Nos mataremos no porque odiemos la vida, sino porque en ella no podremos nunca encontrar aquella divina fuerza que tanto buscamos con frívola ingenuidad. Nos mataremos porque solo el óbito resuena ya con la melodía de nuestra esencia más profunda y con el ritmo de nuestro melancólico corazón. La verdad nunca fue más evidente que ahora, que en este cementerio de concepciones erróneas por el que tantas veces nos hemos paseado y donde tantas veces hemos solicitado una lápida a nuestra medida.

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La miseria del ser ha evolucionado a tal grado que hasta lo más virtuoso resulta en él solo una triste y absurda ironía. Y quizá nunca hubo diferencia alguna entre el acto más ruin y el más benevolente; tan solo se trató de un asunto de moral, de más humanas perspectivas en constante contraste y apuntando hacia la misma desilusión. El tétrico observador es quien determinará, al fin y al cabo, hacia qué lado de la balanza inclinarse. Y dado que actualmente todo es solo una sórdida imposición, resulta también natural que nuestras perspectivas estén tan inclinadas porque así alguien o algo lo ha querido. Y ese alguien o algo desconocido, que brama en las sombras y se alimenta de nuestros más profundos miedos quizá ni siquiera vive fuera de nosotros, sino que ha nacido de nuestros deseos más reprimidos y nuestra esencia más intrínseca. Pues quien sino nosotros podríamos ser responsables de lo más divino o de lo más putrefacto. Quien es indiferente ante los polos opuestos, quizá solo ese pueda llegar a decirse un dios.

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Esta ridícula existencia es solo una vil tragedia: demasiado frágil para exigir mucho de ella y demasiado insignificante para que algo valioso pueda subsistir en su contorno. No sé por qué debemos experimentarla y quizá nunca lo sabré; pues pareciera que somos forzados de alguna manera y por alguna fuerza más allá de nuestro alcance. De ser así, entonces creo que el suicidio sería la única libertad asequible; el único emblema que podría devolvernos nuestro orgullo pisoteado por las vicisitudes y tonterías de una vida que nunca quisimos vivir. ¿Qué más queda entonces sino lamentarse y llorar cada noche con la esperanza que, de un modo incomprensible y acaso hasta irónico, no volvamos a abrir los ojos jamás? ¡Somos tan necios, cobardes y humanos que acabar con nosotros mismos nos parece solo un irreverente capricho! Sí, solo un anhelo distante; algo que añoramos con todo nuestro ser, pero para lo que probablemente nunca tendremos el valor suficiente… ¿O puede que sí?

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La Execrable Esencia Humana


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