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Manifiesto Pesimista 34

No tenemos tiempo para nada, ni siquiera para vivir, pues todos nuestros actos son esclavos del reloj. Siendo así, tan solo la muerte es la magnífica y genuina libertad. Mientras no nos animemos a entregarnos a ella, estaremos condenados a pasar nuestros absurdos días en la intrascendencia de una infame existencia que nunca solicitamos y de la que nunca obtendremos nada bueno. ¡Qué tontos somos, siempre autoengañándonos con las más ominosas cosas, actividades y personas!

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El único día en que estaré jodidamente rebosante de inefable felicidad será el día en que finalmente esté muerto. Hasta entonces, que a nadie le quepa la menor duda de que odiaré cada maldito y nefando día que pase en esta sórdida cárcel existencial plagada de humanidad y desesperación.

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Las más ignominiosas monstruosidades son, de hecho, aquellas que habitan en nuestro interior; aquellas que se nutren de nuestros trastornos y que se regocijan con nuestra locura. Somos sus prisioneros irremediables y gracias a estos sombríos demonios es que, a veces, podemos llegar a tener ciertos indicios de lo que no es la realidad.

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No haberse suicidado habiendo tenido innumerables días y oportunidades para hacerlo, y aguardar la muerte natural es, ciertamente, el mayor de los fracasos existenciales.

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El altercado que más nos enloquece es indudablemente aquel que se produce entre nuestra razón y nuestro corazón; es decir, entre nuestros pensamientos y nuestras emociones. La verdad es que casi siempre termina inclinándose la balanza hacia lo segundo; de ahí que la mayor parte del tiempo tomemos las peores decisiones. Y que, como si la vida por sí misma no fuera lo suficientemente miserable y desastrosa, nosotros le añadamos aún más agonía y desdicha.

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Definitivamente hubo un error, acaso el mayor de todos, al haberse concebido la existencia del ser. No podría ser de otra manera, pues ¿en qué clase de trastornada mente o retorcida creación la humanidad sería algo deseable?

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Manifiesto Pesimista


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