Nuestros pensamientos difícilmente nos pertenecen, ya no nos son inherentes. Lo poco que podemos intuir acerca del modo en que creemos funcionan las cosas termina por ser, de una u otra forma, un engaño. Juzgamos y opinamos basándonos en lo que consideramos nuestro criterio, pero todo sin sospechar que únicamente estamos bebiendo del mismo pantano al que escupimos.
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La pseudorealidad no permitiría nunca que uno de sus elementos pensara por sí mismo, que concibiera perspectivas ajenas a sus límites. El simple hecho de nacer en este mundo ya representa un inmenso problema, pues seremos de inmediato acondicionados en todos los aspectos.
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Y, cuando crezcamos, creeremos que los ideales implantados serán lo más valioso que podamos tener. Es más, nos aferraremos a ellos, mataremos y lucharemos por ellos. Y todo con tal de reafirmar la falacia que estúpidamente perpetuamos: la existencia humana y sus aciagos y absurdos fundamentos.
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La consciencia humana es sumamente sugestionable, y esa debilidad ha sido explotada de manera suprema por la pseudorealidad y sus amos-esclavos con tal de continuar subyugando a las grandes masas y absorber toda la energía posible que ilumina sus sombrías y pesadas cadenas, mismas que extienden a través de nuestras doblegadas mentes.
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Podría ser que no exista escapatoria alguna, que todos los caminos conduzcan solo al vacío, que toda esperanza esté impregnada de un pesimismo eterno. Podría ser que, al final, la humanidad siempre haya estado conminada a pudrirse bajo el ojo luminiscente del gran demiurgo: la pseudorealidad.
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Libro: El Halo de la Desesperación