Eso era lo que me siempre atormentaba: que sabía a la perfección lo miserable y fútil que era la vida, lo ridículamente intrascendente de cada acto y lo absurdamente ínfimo de cada momento. No obstante, aun sabiendo todo esto, permanecía yo vivo todavía en esta luctuosa pseudorealidad. Lo peor, colegía, era el mordaz ahínco con el que me cuestionaba el porqué de las cosas, especialmente de aquello que nunca comprendería en mi humana ignorancia sin importar cuanto lo intentase: ¿por qué diablos se tenía que existir?
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El suicidio era lo único que le quedaba a aquel poeta decepcionado de la vida, frustrado y asqueado por percibir constantemente el creciente grado de estupidez y vileza que imperaba en la sociedad; mismo en el cual los pestilentes rebaños se sentían tan fascinantemente cómodos.
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La agonía de ser nunca había sido tan fehaciente como hoy que sé que el amor, la felicidad y el bienestar no son sino meros artificios de esta repugnante ilusión. No es que esperara seguir con vida por mucho tiempo, pero supongo que guardaba una pequeña esperanza de que no todo fuera así de abyecto. Ni hablar, tendré que refugiarme para siempre en el dulce aroma de la muerte, pues solo en él podría hallar ya un consuelo real para mi incuantificable desasosiego existencial.
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El obsesivo homicida era yo, pero aquella otra voz dentro de mi cabeza me susurraba lo contrario. Yo era, en todo caso, un salvador o un dios, pues acabar con cualquier vida humana ya era un progreso en la purificación total del orden universal.
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El ser no es bueno ni malo por naturaleza, sino tan solo extremadamente influenciable y manipulable por cualquier estúpida doctrina o absurda ideología. Esto significa que lo que sea que escuche, vea o perciba como ligeramente cierto, lo creerá irremediablemente como un axioma. Así pues, cada mentira o autoengaño se convertirá en una supuesta verdad que no hará sino incrementar aún más el megalítico sinsentido que reina en este mundo abyecto.
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Obsesión Homicida
