Tal vez simplemente yo no fui hecho para las cosas de este mundo absurdo, tal vez simplemente espero mucho de seres que están condenados a la más cruenta miseria o tal vez simplemente soy yo un aciago error… No sé, pero me parece en verdad que, entre más y más pasa el tiempo, menos y menos identificado me siento con el mundo, la humanidad y conmigo mismo. Supongo que entonces yo fui hecho para la muerte y no para la vida, que algo en mí es diferente del resto. Y esto, aunque pueda sonar como algo deseable, para mí se ha convertido en mi sempiterna y cruel condena; en un lastre que llevo a donde quiera y del que no puedo desprenderme más que quitándome la vida. No creo que alguna vez pueda volver a sonreír plenamente, que pueda volver a sentirme feliz en grado alguno mientras exista en esta dimensión execrable. Veo que mis opciones son cada vez más limitadas; aunque esto, lejos de disgustarme, me llena de un extraño júbilo. Hacia la muerte quiero dirigirme sin freno alguno y con toda la convicción posible; quiero desvanecerme sin mirar atrás y soñar con aquello que no puedo ver ni tocar, sino solo sentir tenuemente en mi terca y deplorable humanidad.
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Probablemente llegué a amarte mucho más de lo que te imaginas, pero eso no implicaba que necesariamente debíamos estar juntos. Creo que incluso estar separados ha mantenido intacto y hasta ha incrementado ese amor, porque pude amarte desde la libertad y no desde la posesión. Creo que, si hubiéramos permanecido juntos, inexpugnablemente ese amor habría muerto como cualquier otro. Pero nuestro eterno adiós significó también la inmortalidad de los sentimientos que siempre tendré hacia ti. Y, aunque ya jamás podré decírtelo y ya jamás lo sabrás, cada parte de mi cuerpo, mente y alma te ama y amará cada vez más, y con una intensidad tal que incluso el brillo de las más resplandecientes supernovas palidecería y se vería opacado por todo lo que yo por ti siento y sentiré hasta mi momento final. Nos perdimos, nos desfragmentamos irremediablemente y aquella pesadilla viviente terminó por devorar nuestros espíritus sin importar cuánto lo negásemos. Todo ello únicamente contribuyó a un camino: el de tu muerte, el de mi suicidio; el de nuestro amor inmortalizado por la tragedia, la nostalgia y el vacío.
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Estoy convencido de que esta fúnebre existencia no puede ser otra cosa sino una miserable tortura; mas una tan sutil que muchos títeres, en su infame ingenuidad, la llegan a confundir con una bendición. ¡Qué adecuado ha resultado el adoctrinamiento masivo de tantos imbéciles que no pueden ni quieren atreverse a pensar por ellos mismos ni mucho menos a ser libres por una vez en su patética mundanidad! Empero, quizás es natural y muy conveniente que así sea. La gran mayoría de la humanidad jamás podría comprenderlo, pues todos ellos no son sino seres estúpidos, inferiores y diseñados para existir sin sentido alguno. Muy pocos son aquellos quienes se atreven a vislumbrar más allá de lo impuesto y a intentar rasgar el velo de la realidad, aun a costa de su propia salud mental. Porque, en efecto, donde comienza la libertad comienza también la locura. Y en medio se halla la verdad, pero rodeada de tantas falacias que quizá conocerla termine por costarnos la vida. Pues que así sea, más vale experimentar un segundo de sabiduría que una eternidad de ignorancia.
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Llega entonces ese inevitable y contradictorio momento donde, pese a seguir vivo, te resignas a no poder suicidarte y a solo esperar la muerte. Ya nada trae consigo consuelo alguno, nada importa y nadie hace falta. La depresión se cierne entonces como una espesa y repugnante capa que todo lo envuelve y la locura comienza a parecernos, así pues, lo más racional para poder soportar el insoportable calvario de la existencia cotidiana. ¡Qué horrible es seguir cuando todo en ti suplica por desaparecer! Ya ningún deseo queda, ninguna meta o sueño por realizar. Únicamente el exterminio de todo lo que tú eres puede encerrar sentido alguno dentro de su paradójica esencia, dentro de aquel cofre lúgubre donde reposan los últimos latidos de mi corazón devorado por la nostalgia y la miseria más recalcitrantes.
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¿Para qué quiero seguir vivo si de todos modos nunca voy a tener la vida que quiero y si nunca quise realmente haber nacido? Mis amargos lamentos no cesan de acontecer en mi cabeza trastornada y me indican que el tiempo de mi partida se acerca con una rapidez avasallante… ¡Oh, finalmente todo habrá terminado esta noche trágica y exóticamente diseñada para mi muerte! No vale la pena intentar salvar nada, porque la salvación es solo un concepto inventado por el ser para reafirmar su ausencia de amor propio y sometimiento a los designios de la pseudorealidad. Pero ya todo esto me viene dando igual desde hace mucho, porque estoy más que asqueado de este mundo infame y sus putrefactas mentiras. Persigo la completa desaparición de mi aliento vital y el inmanente desprendimiento de todo vínculo con lo terrestre; ¡solo así he de querer que me encuentre plenamente la muerte!
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Entré a una cueva siniestra y creí haber descubierto ahí todos los enigmas de la vida y la muerte; luego, al cabo de algunos raros eones, salí y vislumbré toda la creación: infinitas formas oscilando entre la belleza y la locura; todas en un caos que haría perder la cordura a cualquiera, pero extrañamente a mí me parecía todo esto solo una gran pérdida de tiempo y esfuerzo. Tal vez debía olvidarme de meditar y aceptar de una buena vez que, sin importar cuánto me aislara o cuánto tiempo transcurriera, jamás el vacío iba a ser contrarrestado. Sí, nunca podría desprenderme de mi incuantificable melancolía porque aquello era parte de mi esencia más intrínseca y sincera. Y, si me desprendiera de ello, yo ya no sería yo. Pero ¿quién sería entonces? Quizá solo otro cascarón más devastado por la fragilidad de su propia miseria y atormentado por delirios cósmicos imposibles de soportar en el actual estado de consciencia.
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Sempiterna Desilusión