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Catarsis de Destrucción 60

La muerte solo ocurría una vez, al menos hasta donde se sabía, y tal vez en ello radicaba su magnificente belleza. No como la vida, que ocurría todos los días y siempre con ese característico matiz de blasfema insustancialidad. Luego, se me pedía apreciar una más que la otra; o, en su defecto, a ambas por igual. ¿Cómo podría ser esto siquiera una posibilidad? Si en una veía yo el fin a todas mis miserias y en la otra su continua prolongación; si la primera me era más que indispensable y la añoraba sin parangón, mientras que la segunda me asqueaba a cada instante y me arrojaba siniestramente a los brazos de la nada y al regazo del olvido.

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Las cadenas del fuego eterno nos son colocadas tan pronto como comenzamos a existir en este ignominioso mundo humano. ¡Y quién sabe si acaso la fulgurante estrella de la muerte pueda disolverlas o, irónicamente, tan solo fortalecerlas! En nuestro actual estado, lo único que podemos hacer es depositar todas nuestras esperanzas (si es que nos queda alguna) en ese misterioso y majestuoso más allá con el que no dejamos de opacar internamente todos los desvaríos de esta horripilante y absurda realidad.

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El derecho a no existir debería ser decretado tan pronto como fuese posible, pues no me parece para nada justo que los progenitores decidan la existencia de un ser que ni siquiera puede emitir una opinión al respecto. Por eso, una vez que se es consciente de existir, deberíamos poder elegir si queremos o no continuar haciéndolo. El suicidio no debería ser motivo de tristeza o pesadumbre, sino todo lo opuesto: una magnífica oportunidad de poner fin a algo que jamás pedimos experimentar y que, encima, no deja de atormentarnos con sus casi infinitos mecanismos de desesperación, angustia y desasosiego.

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En realidad, absolutamente nada nos dicta que la vida es algo bueno o que debemos vivir. Todo eso son solo tonterías que las personas se han inventado y que la gran mayoría de títeres han creído. La existencia misma no es otra cosa sino una funesta entelequia de la que nos gusta agarrarnos con tal de no divisar el infinito abismo que se halla tanto debajo como por encima de nosotros. Nuestros delirios y nuestra humana arrogancia no nos permiten vislumbrar plenamente lo insignificante que somos, tanto que incluso nuestra más divina cualidad cede estrepitosamente ante nuestra más ínfima imperfección.

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¿Por qué debía de agradarme esta existencia? ¿Por qué debería de sentirme agradecido por estar aquí? ¿Por qué debería de seguir viviendo cuando no hallo razones para ello? Estas y más preguntas no dejaban de atormentarme diariamente, y la inevitable conclusión no podía ser más deprimente: no había tenido elección, había sido obligado a existir. De ahí que cualquier cosa que hiciera siempre me parecería una infame obligación; algo que llevaba a cabo no por gusto, sino porque, en realidad, no tenía de otra.

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¡Qué triste es todo, qué lamentable es la naturaleza del ser! Realmente quisiera poder cambiar las cosas, hacer algo al respecto, pero sé que ya no tiene caso. La humanidad, este mundo, esta existencia y demás cosas concernientes ya no me importan en lo más mínimo, pues lo único que añoro ahora es la muerte. Sí, la dulce y sublime esencia de la muerte que habrá de inundar cada recoveco de mi ser y extirpar de mí todo rastro de trivial apego e insustancial anhelo de vida.

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Catarsis de Destrucción


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