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La Ráfaga

Tempestades espirituales ocasionaron siniestras reflexiones fuera de todo momento; remolinos perforando cada capa de mi delirante cabeza, insistiendo con amarga y descocada porfía. Mordidas violáceas y mentiras crípticas se aferraban a mí en un plano más allá del físico, uno donde nada ni nadie podía intervenir ni salvarme de mi propia percepción. La incapacidad para entender el lenguaje en ocasiones se debilitaba, la interpretación no era algo deseable ni alentador, pues sus voces añoraban no carne, sino alma y dolor. ¡Cuán inútil era oponerse! ¡Cuán fácil resultaba dejarse caer en la vorágine de su inclinación, en las tramposas redes de nauseabundo y fatídico olor donde eran capturados los que oraban sin fe ni amor! Mendigos de un mundo que los injuriaba y vomitaba sin cesar; yo mismo era parte de esta pestilencia y me masacraba internamente por no poder hacer algo al respecto. Los destellos habían terminado por colapsar mi espíritu y la libertad no era lo que siempre había soñado.

Me mostraba reticente hacia aquellas indefinibles y prismáticas entidades provenientes de la poesía inicua donde reinaba el vacío, donde ni siquiera podía ser yo mismo al quitarme este traje y borrar de mí todo color. Escribía tanto de ellas que se alimentaron de mis palabras, soñaba tanto con ellas que escaparon de aquel afrodisiaco infierno. No podía aceptar su existencia, no debía hacerlo por bienestar y salubridad. ¿De dónde provenían? ¿Quién las había creado sino mi mente? ¿Cómo podía, un humano común y corriente, dar vida a lo que no entendía? Estaba seguro de no haberles conferido realidad, de no haberles hecho latente mi necesidad de aniquilar esta soledad mental. ¿Acaso habían malinterpretado mis designios y ahora amenazaban con apoderarse de mi razón? ¿Cómo podría detener su insistente intromisión? ¿Cómo aceptar su existencia si ni siquiera estaba seguro de la mía? Al borde del abismo, indudablemente cualquier opción conlleva a la desesperación más infernal.

Pero ellas se negaban a escuchar, las muy malditas ahora adoraban alimentarse de mi razón, transmitir a mi corazón el lóbrego y bestial sermón de su adoración. A veces, cuando miraba mi cuerpo recostado entre un lodazal de infamia manando de mis ojos y extinguiendo la luz, percibía sutilmente el cromático y adimensional sonido en que se resumía su existencia; tan incomprensible y ajena a mi orgánica naturaleza. Yo estaba infectado por su nacimiento, por eso jamás percibí, hasta ahora, el prolongado tiempo desde que mi humanidad había muerto; configurándose en uno de aquellos inexplicables murmullos que a mi anterior yo llevaron a la locura y postrer aniquilamiento. La ráfaga fue demasiado violenta para mi débil constitución y para mi triste percepción; ecos de un pasado marchito carcomieron mis anhelos y la muerte parecía entonces tan hermosa en aquel vestido negro adornado con mi sangre. El único problema era mi vida, porque tal vez ya era demasiado tarde para quitármela.

***

Repugnancia Inmanente


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