Es fantástico no ser real, sentir por unos momentos la inexistencia absoluta. Pero, tristemente, es solo una ilusión cuya magia no podemos eternamente saborear. Y, lamentablemente, debemos siempre volver a nuestros imperfectos cuerpos; aunque cada vez más desconsolados, locos y nostálgicos. Una extraña sensación se apodera entonces de nuestro perturbado pensamiento: la implacable sensación de que nuestra lúgubre travesía acabará demasiado pronto como para tomárnosla demasiado en serio.
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Lo que más detestaría sería ser filósofo, pensador, poeta o escritor, pues realmente me encantaría no ser nada, salvo quizás un alcohólico o un drogadicto; y, de preferencia, acercarme lo más posible a ser nada. Yo nunca quise existir, nunca quise tener un cuerpo y nunca quise conocer nada de esto. Detesto este mundo, esta existencia y a la humanidad entera. Detesto tener que despertar cada día y experimentar tantas sensaciones destructivas que únicamente contribuyen a empeorar mi atribulado estado mental; la náusea y el hastío son lo que coronan mi deprimente cielo, los símbolos ante los cuales he sido crucificado una y otra vez en mi más sombría percepción.
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Ese era el verdadero error: el creer que el sentido que asignamos a nuestras vidas es verdadero. No obstante, resulta imprescindible para poder vivir, pues sin esa estúpida mentira nada sería tolerable, nada sino quizá solo la muerte. ¿Cómo es que podemos soportarnos a nosotros mismos durante tanto tiempo? ¿Cómo es que no enloquecemos o nos matamos en el nacimiento de nuestra trágica consciencia? ¿Cómo es que proseguimos con el corazón triturado y el alma marchitada? ¿Cómo es que pretendemos sonreír todavía cuando cada uno de nuestros sueños y más íntimos anhelos ha sido ya deshilvanado por la todo poderosa maquinaria de la invencible pseudorealidad?
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Actuar como el resto de la humanidad pudiera sonar poco sensato para los rebeldes suicidas, pero, a veces, es un respiro en el ilimitado sufrimiento que representa ser diferente y no ser un títere más; no ser humano, al menos no por completo. ¿Podremos algún día aniquilar por completo nuestra onerosa y lamentable humanidad? ¿Conseguiremos vencer todos los escollos que se presentan en nuestro sinuoso camino? ¿Lograremos derrotar a nuestro mayor enemigo: nosotros mismos? O, en la ignominia de la decepción atemporal, ¿seremos derrotados y conminados a arrastrarnos por el palacio de los demonios inmaculados hasta que nuestro llanto conmueva otra vez a la gran deidad cuya magnitud jamás dilucidaremos? La lucha parece estar perdida, sería ahora un milagro renacer donde las palabras sagradas ya han sido pulverizadas.
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Y entonces, en medio del caos absurdo que imperaba en la miserable y patética existencia humana, supe que quería matarme, que ese era el sentido que había decidido darle a mi vida. Todos creían que yo me había vuelto loco, pero era solo porque ellos no podían atisbar la locura que significaba seguir viviendo en una enloquecerá dimensión como esta. Yo estaba al borde del colapso, regurgitando cada una de mis tragedias y desenmascarando cada uno de mis solemnes delirios. El halo de la desesperación había ya absorbido casi toda mi esencia; ¡oh, vaya impertinencia! ¿Es que quedaba algo aún en mí que escalara las cumbres desde las raíces y que vomitara sin cesar cuando el firmamento se incendiara gracias al sufrimiento del ayer? Yo iba directo hacia la muerte, pero ¿querría ella recibirme al fin o volvería a mostrarse adusta conmigo y a reírse ante mi repentina solicitud?
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Entre la inimaginable cantidad de ideologías, teorías y creencias que existen en el mundo, la mentira parece ser la más aceptada como verdad. Así siempre ha sido a lo largo de la historia de esta nefanda raza y me parece que así siempre será hasta el final de los tiempos. E incluso los seres que se puedan decir los más brillantes y sublimes no son sino destellos de una luz demasiado opaca que intenta escapar de la brumosa y siempre imperante oscuridad. Todo lo que el ser cree sagrado o valioso no es sino un chiste ominoso, una burla que ya ni siquiera al tiempo le hace gracia. ¿Aún nos divierte nuestra propia miseria y nuestra infame superficialidad? Visto desde la montaña más elevada que pueda existir en esta tierra aberrante, el absurdo peregrinaje de lo humano es aun más insignificante que el hormiguero mejor organizado. Además, a los dioses y a los demonios ya no les interesa nuestro olor, pues se han quitado la nariz desde hace mucho y ahora ya solo se la ponen cuando el olor a muerte los llama desde un cosmos más allá de nuestro infantil entendimiento.
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La Execrable Esencia Humana