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Corazones Infieles y Sumisos IX

–¿Y por qué no lo invitaste el día de hoy? –preguntó Alister mientras vaciaba el décimo vaso de ron.

            –Él es un tipo aburrido. Tú sabes, se la pasa pensando en sus estudios. Está totalmente abstraído con su carrera y sus problemas.

            –Y ¿qué estudia? ¿Acaso es de la escuela?

            –No, es algo gracioso. Realmente, no lo hace. Bueno, es que ya van tres veces que ha sido expulsado de la universidad, todo debido a sus ideas tontas.

            –¿Vaya cosa! ¿Qué ideas? Háblame de ellas, si se puede saber.

            –Piensa que el socialismo es la solución a los problemas del país. Lo han echado de ciencias políticas por enzarzarse en querellas innecesarias con los profesores; de hecho, una vez golpeó a uno.

            –¡Qué estupidez! Ninguna corriente podría corresponder a la liberación del ser.

            –¿Qué dices? ¿Tú sabes de esas cosas de filosofía?

            –Pues no mucho, solo he leído muy poco sobre el tema –afirmó Alister sonriendo, sabiendo de antemano que Cecila nunca comprendería sus teorías, solo Erendy lo había hecho, esa misma chica que ahora negaba.

Al mismo tiempo que esto ocurría en aquel nauseabundo lugar, Erendy se solazaba con el recuerdo de Alister en su hogar, y, en su honor, dibujaba un hermoso colibrí verdiazul, tan artístico y bien plasmado que parecía querer escapar en cualquier momento, huir del papel para posarse en los cabellos de aquella niña interesada en la filosofía y en el progreso espiritual, sin saber que aquel ser cuya existencia era la única con algún sentido para ella se hallaba ahora en las garras del absurdo.

Los compañeros de Alister se habían esparcido, desperdigando su inutilidad en ese irresistible y funesto bacanal de pestilente estupidez. Algunos se habían retirado ya, entre náuseas y gritos incoherentes, otros continuaban vacilando y tratando de pescar alguna presa, alguna mujer descuidada, una como Pamhtasa, quien, en su delirio, ahora amontonaba todo un conjunto de simios hambrientos de su trasero. La pobre infeliz daba vueltas alrededor de los penes erectos de esos malnacidos y se pegaba tanto como podía. Su figura diminuta y angelical se había transformado en la de una perra ansiosa de esperma. En una de esas, el mareo fue tanto que, mientras giraba, un líquido espeso, caliente y nauseabundo emergió de su boca chorreando a todos los presentes. Uno de éstos, molesto, soltó una cachetada a la pobre ramera, quien cayó en su propio vómito, para reincorporarse y bramar.

            –¿Qué ocurre aquí? –inquirió imponentemente uno de los guardias de seguridad.

            –Nada grave. No tiene por qué preocuparse –respondió uno de esos sinvergüenzas cuyo pene se notaba erecto en demasía–. Es solo que esta niña se ha vomitado, ya sabe cómo se ponen.

            La amiga de Pamhtasa llegaba en ese instante, con otro sujeto quien no quitaba la mirada de su trasero.

            –Pero ¿qué es lo que te ha ocurrido, Pamhtasa? –colegió la recién llegada al ver a su compañera de fiesta totalmente acabada–. Apenas te dejo un momento y ve, se te ha caído todo el maquillaje y estas en un pésimo estado.

            –Estoy bien, tú no te metas en mis asuntos –contestó difícilmente la desdichada.

            –¡No estás bien, nos iremos ahora mismo!

            –¡No quiero! ¡Tú no me mandas, maldita putipuerca ramera! –replicó Pamhtasa con más fuerza.

            –¡Ya no estás bien, no te reconozco! –exclamó su amiga, la del trasero deforme, y, dirigiendo una mirada de rabia a los hombres alrededor, gritó con furia: – ¿Qué le dieron? Esto no puede ser obra solo del alcohol. La conozco demasiado, hemos ido a bastantes fiestas y ella nunca había terminado así.

            –Nosotros no le hemos hecho nada, perra. Tu amiga es solo una puta, eso es lo que pasa, quizá no puedas entenderlo –replicó el hombre que había dado la cachetada a Pamhtasa.

            –¿Qué fue lo que dijiste, imbécil? Seguramente tú eres el responsable de esto.

            Justo cuando estaba a punto de estallar la situación, el guardia de seguridad intervino, calmando un poco tal algarabía.

            –Bien, no tenemos toda la noche –dijo con voz grave–. Si te vas a largar con tu amiga, hazlo ahora, y, sino, ve por un trapeador y limpien este desorden.

            –No necesitas decirlo dos veces. ¡Nosotros ya nos vamos!

            –¡Yo no me iré! –contestó Pamhtasa– Y, en un acto de sórdida y repugnante locura, ante la mirada de todos los que se habían amontonado para presenciar el espectáculo, aquella mujer con cuerpo delicado y cara de niña, con facciones finas y la cara cubierta por el lápiz labial diseminado, comenzó a lamer su propio vómito y a sonreír como una maldita demente, hasta que concluyó gritando:

            –¡Yo solo quiero una verga que me saque la mierda del trasero y el vómito por el hocico salvajemente!

            El grito desgarró la garganta de la joven, quien escupió sangre, pero no dejó de tragar su propio vómito. Guiados por tal atrocidad, Alister y Cecila, al igual que la mayoría de los asistentes, pudieron atisbar lo que ocurría.

            –Pero ¿por qué lo hace? –cuestionó uno de los observadores al otro–. Ella es tan bella, daría lo que fuera por tener a esa chica, ¿cómo puede rebajarse a ese nivel?

            –No lo sé, pero me está gustando lo que hace.

            –¿Qué dices, hermano? ¡Estás demente! ¡Tú no debes tomar más tragos!

            Alister escuchó la conversación de aquellos pelagatos y nuevamente entró en trance, lo que ocurría tan continuamente. Observó cuidadosamente a todos los ahí presentes, incluso, recorrió el lugar e inspeccionó cuanto pudo las miradas de aquellos seres, así como sus pensamientos, fue ahí cuando se asombró. A pesar de que la mayoría, en su simpleza, aceptaban lo presenciado y a la vez expresaba angustia, repugnancia y lástima, en el fondo todo ellos lo deseaban, les excitaba sobremanera la simple idea de penetrar a aquella malograda mujer. El verla ahí postrada, maloliente, como una vil ramera, con esos tacones y ese vestido negro manchados de cerveza y vómito, esos labios besados por tantos, ese trasero ya cansado de tanto embarrarse, pero, sobre todo, imaginar en sus cabezas la vagina de la pútrida mujer, que seguramente estaría ardiendo dadas sus palabras y su comportamiento, los trastornaba. En general, esa era la forma en que la mayoría de los que observadores del horripilante suceso pensaban. Tan solo lo ocultaban en lo más profundo, por miedo a una reprimenda, a no actuar conforme a los patrones de la sociedad, a ser desequilibrados. Si tan solo eso fuese bien visto, no dudarían en hacerlo. Su criterio y ellos mismos no eran justamente ellos mismos, sino tan solo un producto de lo que es moralmente aceptado, de lo que la civilización considera adecuado y les ha impuesto.

Tal deducción de Alister lo dejó anonadado. Pero ahora regresaba a él, entraba en ese cuerpo y lo primero que pudo sentir fue a Cecila, quien, horrorizada, se había ceñido a uno de sus brazos.

            –Ya me está resultando cansado esto. Por mí, pueden hacer lo que gusten, siempre y cuando no alteren el orden –afirmó el guardia, al tiempo que daba media vuelta.

            La amiga de Pamhtasa se encontraba desmayada después de tal sacrilegio, y su amigo la sacó para llevarla a casa. Los demás integrantes del pandemónium continuaron alentando a Pamhtasa, quien parecía Lilith en persona. Se había quitado el sostén y lo había arrojado a sus espectadores, quienes corrían en círculo cada vez más rápido. E incluso algunas mujeres se habían apiñado también.

            –¡Mejor vámonos de aquí, regresemos a nuestra mesa! –expresó Cecila, presa del disgusto.

            –Sí, claro –contestó Alister, preocupado por saber en qué terminaría aquella mujer que hace unas horas intentase besar.

Nuevamente su mente daba vueltas. En especial, cuestionaba si este fuera desde el comienzo de aquel día el destino de Pamhtasa, ¿qué hubiera pasado si ellos dos se hubiesen besado? ¿Habría cambiado totalmente lo que ahora veía? ¿En algún universo podía ser posible?

–No te preocupes por lo que dijiste hace unos minutos. Yo misma he considerado dejarlo, pero quizá solo temo estar sola.

–Entonces ¿no lo quieres en serio?

–Sí, sí lo quiero. Es solo que, bueno, no sé cómo expresarlo…

Las miradas de ambos se encontraron, todas las copas que habían bebido antes ahora surtían su máximo efecto. Ambos pensaban en las cosas que tenían en común. A ambos les gustaba el soccer, ambos hubiesen deseado conocerse antes, quizás en otro universo fue posible.

–Entonces ¿qué es? –insistió Alister–. Sea lo que sea, no te juzgaré.

–No es eso… Bien, lo que pasa es que él depende mucho de mí, quiero decir que para él soy todo lo que tengo, pero no me llena en ningún sentido. Creo que yo necesito otro enfoque.

–Ahora comprendo, estás con él por lástima.

Cecila sirvió otro trago de vodka para ambos, con una cantidad desproporcionada de alcohol, luciendo unas hermosas uñas postizas.

–Posiblemente sea verdad. El hecho es que no logro quitármelo de encima. Él es tan noble, y no quiero lastimarlo.

–Pues eso es mejor que solo fingir amar a alguien.

–Sí, pero ¿qué me dices de ti? La otra vez te vi con una muchacha caminando por el pasto de la escuela– inquirió Cecila con picardía.

            Alister palideció. No podía olvidarse completamente de Erendy, aunque lo intentase. El recuerdo permanecía ardiendo en su interior, pero había sido obnubilado por su creciente irritabilidad y falta de deseo sexual hacia ella, por la inmensa lascivia que había nacido en él, que lo consagraba como un elemento del sistema. No sabía desde hace cuánto Erendy había pasado a formar algo sublime en él, y que, sin embargo, no conseguía ahora imponerse. En su lugar prefería caminar como los perros blasfemos y absurdos del mundo, como los hombres vulgares y corrientes.

            –Era tu novia, ¿cierto? Yo los vi demasiado juntos.

            –Sí, ella y yo éramos novios.

            Nuevamente negaba a Erendy. Algo en él parecía dividirse y fragmentarse.

            –¿Eran? O sea que ¿ya no andan? O ¿sí?

            –Sí, bueno…, en realidad no. Es complicado, algo raro nos pasa.

            –Pues explícame, tonto. Al fin y al cabo, tengo toda la noche, tú ¿no?

            Alister solía ver a Erendy todos los fines de semana, pero podría inventarse cualquier cantaleta con tal de seguir ahí, en ese infierno de terrenales demenciales.

            –Sí, claro que sí. De hecho, mis padres no esperan mi llegada.

            Al terminar de pronunciar esta frase, sintió remordimiento. Él sabía que a sus padres no les gustaban las fiestas, ni mucho menos que él llegara noche. Su padre detestaba la idea de emborracharse en un antro y de la infidelidad. Pero ¿qué importaba ahora lo que su padre opinara? ¿Qué importaba la vida misma? ¿Qué no todo era absurdo, a final de cuentas? ¿Qué importancia podría tener la miserable situación de una persona en un universo con más galaxias que personas?

            –Pues el hecho es que hemos tenido algunos problemas últimamente… Ella es muy rara y creo que yo también. Pensamos que nos estorbamos, que estaríamos mejor separados, que cada quién podría hacer sus cosas.

            Hubo algo, sin embargo, que Alister no mencionó: su insipidez sexual hacia Erendy. Era evidente que no podía negarlo más ¡Su novia, esa que tanto creía amar, no hacía que se le parara en lo más mínimo? ¿Era acaso un infiel sumiso? Tal vez el amor verdadero y sublime no compaginaba con el más incandescente deseo sexual. Esa era la sumisión que conllevaba, irremediablemente, a la infidelidad más repugnante y, a la vez, indispensable.

            –¡Qué triste, se veían muy alegres ese día! Pero supongo que, en general, tienes razón. Yo, por ejemplo, he jugado muchos partidos mientras no he tenido novio, pero cuando tengo me ocupa todo mi tiempo.

            –Exactamente, es difícil lidiar con eso del tiempo y el dinero. Además, yo debo hacer muchas cosas. Soy un hombre muy ocupado.

            Cecila rio y luego dio una palmada a Alister en la espalda. Ambos voltearon cuando repentinamente el tumulto de monos sudorosos y pestilentes vociferó con más fuerza.

            –¡Eso es! ¡Así nos gusta, tú sigue haciéndolo! ¡No te detengas, mami!

            –¡Qué bien te mueves! Pero ¡mira qué hermosas están!

            Era Pamhtasa. Se había bajado el vestido y ahora sus senos botaban una y otra vez mientras un sujeto barbón y obeso se pegaba a ella, llevándola casi hasta el suelo dado su enorme físico. La joven se separó y se pellizcó los senos, ofreciéndolos a quien fuese, incluso los guardias se habían unido a la diversión. Uno a uno todos pasaban y manoseaban esas tetas tan bien formadas, tan rechonchas para una mujercita tan delgada; otros metían sus dedos puercos en la boca de Pamhtasa, quien los chupaba y gemía. Algunos otros avezados levantaban su corto vestido, dejando al descubierto la vulva rosada, pues la joven también había arrojado sus bragas momentos antes. Sin duda, estaba en el clímax total.

            –¡Vaya mujercita tan puta! Se ve que venía caliente y con ganas de coger como una vil perra malparida –replicó Cecila.

            Todo el lugar era un endiablado gimoteo, había risas, carcajadas, gemidos y las personas se esparcían por doquier, regresando siempre a donde se hallaba la pérfida niña de tetas salidas. Algunos comenzaron a perder el interés por el espectáculo y volvían a sus mesas, otros se animaban más y más, entre esos Yosex, quien parecía haberse recuperado de la tremenda borrachera que se había pegado horas antes.

            –Mejor sigamos con nuestros asuntos –dijo Cecila.

            –Sí, claro. Aunque ya no recuerdo en qué nos habíamos quedado.

            Ambos se hallaban muy tomados, y fue Cecila quien decidió dar el gran paso. Le gustaba Alister, y no podía perder la oportunidad de besarlo, abrazarlo y fornicarlo.

            –Bajo el entendido de que no buscas una relación seria, ¿qué es lo que quieres entonces?

            Alister se había llenado de impudicia, y ni siquiera el recuerdo de Erendy le bastaba ya para controlarse. Ahora miraba a Cecila y la deseaba infinitamente. Sí, deseaba fornicar ese culo inmenso y lamer esas tetas que parecían melones. ¡Maldita sea! Justamente eso que no podía lograr con Erendy con Cecila sí que lo conseguía. El pene casi le estallaba de lo caliente que estaba.

            –Pues estoy abierto a cualquier cosa, supongo.

            –¿De verdad? Siempre me pareciste tan serio.

            –Ya ves, las cosas no siempre son como las pintan.

            Sin embargo, algo extraño ocurría con Alister. Parecía que no fuese él mismo, que alguien más lo reemplazaba. No le importaba ser parte del sistema que aborrecía, incluso era él mismo quien entraba gustosamente por la puerta de los seres viles y bastardos.

            –¡Qué atrevido, así me gustan! –expresó Cecila terminándose su trago.

            –Tú también eras muy seria, solo que no lo admites.

            –No, yo no, esa es la verdad. Tú no conoces de lo que soy capaz.

            –Pues… ¡podrías mostrarme! –afirmó Alister, mientras hacía lo propio con su trago.

            –Sería interesante… Pero dime, y sé sincero, ¿alguna vez has sido infiel?

            Al escuchar aquella palabra algo se mezcló en Alister, una sensación horrible, una fragancia ominosa, un ruido estrepitoso. Un día la mujer que significaba todo para él, Erendy, fue engañada por la única persona que había querido. Ahora la historia se repetía, ahora era él quien nuevamente daría una bofetada a aquella niña perdida, tan necesitada de comprensión, amor y respeto, tan inteligente, tan perfecta, tanto que él no podía contener tal perfección y, como parte de la matrix, buscaba rebajar lo divino y etéreo a lo terrenal y lo banal.

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Corazones Infieles y Sumisos


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