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El Extraño Mental XIV

Me sentía extraño, pero pude vencer aquellas reflexiones impertinentes y actúe tal y como Lary me lo solicitaba. A mí me encantaba su boca, porque estaba fresca y sus gemidos me prendían mucho, aunque no tanto como los de las putas con las que solía revolcarme. Los instintos más primitivos, entendía, era lo único que tenía el humano para sentirse momentáneamente vivo, para engañarse y creer que su existencia tenía un sentido más allá de lo terrenal. Así que, de acuerdo con esto, me dejé llevar y me entregué a aquella mujer. Sus gemidos aumentaban conforme la noche crecía, con la plena confianza de que su madre y su hijo estaban bajo un sueño reparador. Yo también me aferraba a ella y a su cintura, me encantaba esa porción de grasa que me permitía apretujarle y empaparme con su sudor. Sus orgasmos eran continuos y fascinantes, me mordía los labios con fiereza y podía notar, por sus actitudes, que hacía demasiado tiempo que aquella mujer no había sido follada. Sin embargo, entre aquel intercambio natural de fluidos, quizá debido un poco a esa ligera distracción que me inquietaba sin saber por qué, percibí que, en el filo de la puerta, había un ojo que nos observaba.

Al comienzo, no le presté atención y continúe fornicando con Lary como si nunca hubiese visto aquello. No obstante, al cabo de unos cuántos minutos, la sensación me produjo cierta curiosidad y excitación. El hecho de que en la naturaleza humana estuviese cierta predisposición al voyerismo era algo que daba por sentado y que me encendía la sangre. Así éramos todos, incluso para algunos el mirar a otros teniendo sexo era mucho más placentero que el acto mismo. Algunos tenían la extraña manía de excitarse hasta el delirio cuando aquella persona a la que amaban era follada frente a sus miradas, incluso llegaban a masturbarse durante la contemplación. Este tipo de conductas sumamente criticadas y condenadas en la sociedad moderna, cuya hipocresía y mentira eran el pan de cada día, me trastornaban. ¿Qué de malo había en aceptar que uno se quería tirar a su propia madre o hermana, a su perro o a un muerto, a una abuela o un enano? ¿Qué pecado se cometía mirando pornografía, entregándose a la prostitución o a los brazos de una amante que, por la mañana, no sería sino un extraño más? Esta era la ventaja de no creer en nada, de saber que todo estaba permitido puesto que ninguna entidad suprema había y nadie sería juzgado ni conminado a ningún infierno.

Metiéndosela con mayor vigor a Lary y, por otra parte, cavilando así, puse particular atención en el mirón, hasta que descubrí su identidad cuando la puerta se abrió un poco más; se trataba de aquel infame de nombre Mati. Sus ojillos se mantenían clavados en nosotros dos. Observaba impertérrito cómo su madre era embestida una y otra vez, primero despacio y luego rápido, hasta caer en lo brutal. Noté que no expresaba ninguna emoción, tampoco tenía deseos de intervenir. Le gustaba atisbar aquella escena en la cual su joven y ramera madre era follada por un hombre como yo, a quien él envidiaba y detestaba. Y es que, en efecto, yo había notado su rencor en el momento en el que me separó de su madre. Posiblemente habría podido pasar desapercibido por cualquiera, pero no por mí. A pesar de ser un niño, intuía que deseaba a su madre. En principio, tal afirmación resultaba insana y absurda, pero conseguí discernirla penetrando en la mirada de Mati. Era un niño berrinchudo, consentido a pesar de la miseria en que se hallaba, glotón y huraño. Como ahora, seguramente algunas otras veces había visto a su madre fornicando con cuanto jovencito libertino se le cruzase, incluso con señores o viejos, pues Lary no le hacía el feo a nada.

Este tipo de observación, unido con la inquietante falta de atención que el niño sufría, habrían despertado en él ciertas tendencias curiosas. Y no solamente en él, tal vez así ocurría en todos los infantes cuando cierto conjunto de características convergían, detonando patrones sexuales incestuosos y lascivos. Por mi parte, no veían ningún problema en que el infante deseara a su madre, era totalmente natural, especialmente si ésta lo despreciaba y aborrecía. Esto incrementaba el deseo del hijo por poseer a su madre, a la cual no consideraba más allá de un medio para existir, y no como una entidad a la cual se sintiese ligado sentimentalmente. Además, el desmedido tiempo frente a la televisión y los videojuegos, artificios preparados minuciosamente para impactar en el subconsciente con su combinación de colores, sonidos, escenas violentas, sexuales y sentimentales, habían hecho estragos en aquel pequeño.

Sin embargo, esto me importaba un bledo. Solo era interesante notar, nuevamente, la hipocresía y la mentira en que la sociedad divagaba. En el fondo, todos deseábamos follarnos a nuestras madres, besarnos con personas de nuestro mismo sexo, cometer todo tipo de actos degradantes y depravados, involucrarnos en orgías y aquelarres, batirnos tanto fuese posible de lo más sucio y aberrante posible. Y ¿por qué? Sencillamente porque estaba en la esencia humana ser así, pero las restricciones sociales lo impedían. Era tal y como pensaba en los demás aspectos: el humano no tenía límites en los actos que podría realizar, fuesen buenos o malos, pero se limitaba por la percepción que de él se tendría, y, por ello, era imposible su evolución. Para que una criatura como el humano trascendiera, si es que en algún punto lo hacía, aunque fuese después de millones de años, era necesario aceptar la sombra que, sobre todos sin excepción, se extendía. Esto significaba aceptar lo que cada uno era en el fondo, en lo más profundo de su ser. Y hacer propios esos deseos que no le confesaríamos a nadie, aquello que jamás revelaríamos a la persona más amada o sensata, lo más íntimo y oscuro que, si pudiéramos, cometeríamos sin vacilar. Pero el humano, al ser hipócrita y mentiroso, negaba y reprimía esa parte suya por considerarla incorrecta e inmoral, y prefería seguir los patrones impuestos por la sociedad en lugar de fundirse con lo que más detestaba en él.

En fin, todos esos pensamientos y más revoloteaban en mi cabeza mientras embestía con furia a Lary. Su trasero, a pesar de no ser tan voluminoso, me gustaba. No obstante, en cuanto contemplé y averigüé que aquella sombra detrás de la puerta era Mati, quien, absorto y con voluptuosidad mantenía su mirada rencorosa en su madre y en mí, un destello atravesó mi mente. Era una reminiscencia, algo que creía haber olvidado para siempre y que, hasta ahora, se había desvanecido por completo. Volvía a mí, empero, tan fugaz y vehementemente, que, en cuestión de segundos, me impregnó de su esencia. ¿Cómo podría haberlo ignorado tantos años? ¿De qué manera funciona la memoria humana que es capaz de almacenar memorias durante tanto tiempo y, aun así, traerlas frescas cuando ya ha transcurrido tanto de haberlas vivido? Eso me ocurría ahora, me enfrentaba con un suceso donde yo no era el actor, sino el observador. Así es, pues rememoraba que, en un pasado demasiado lejano para mi configuración humana, y demasiado joven para una posible divinidad que rechazaba, yo había sido aquel niño asustadizo y pícaro que miraba cómo su madre era fornicada.

Flotaban aquellas escenas como viejos pedazos de madera en mi desafortunada memoria. En ellos sabía que yo era Mati y que Lary era mi madre. ¿Cuántas veces no presencié aquella clase de actos? Primero había comenzado como mero morbo, como una simpleza a la cual no concedía importancia, pero quizás así es como comienzan todos los vicios que nos destruyen y nos desgarran desde lo más profundo. Ese es entonces el momento más peligroso, el instante inicial donde aceptamos algo que punza y tira de nuestros corazones con una fuerza mucho mayor a la que estamos acostumbrados a tolerar. Entonces finalmente cedemos y nos entregamos a ello, destinamos nuestra energía y recursos a satisfacer los estímulos que el vicio nos reclama, sea sexo, drogas, juego, amor, pornografía o cualquier otra cosa, da igual. Además, lo más peligroso es cuando estos elementos se combinan. Por ejemplo, la violencia y la pornografía, cuya conjugación tiene repercusiones extremadamente estimulantes que van más allá de lo físico y lo mental.

Una persona adicta a la pornografía, a la masturbación o a la prostitución, y que, aun así, no se sienta satisfecho y busque un incentivo mayor, es un caso que se debe considerar como excepcional. Pero todo esto no eran sino el tipo de reflexiones en las que me enfrascaba cuando Melisa aún vivía y creía en un sentido. Al fin y al cabo, seguramente dios no existía y todo era absurdo. Cualquier tipo de acto, por sucio o sublime que fuera, estaba permitido, y en nada diferenciaba a una puta de una mujer virtuosa, a un cerdo pornográfico de un místico, a una familia incestuosa de una que asiste a misa todos los domingos. En este mundo se podía hacer lo que se viniera en gana, siempre y cuando se tuviera la fuerza para destrozar en uno mismo lo que había sido implantado por la pseudorealidad para no rebelarse.

Divagaba, pero mi cabeza era un mar de ideas hasta que aterricé por completo en aquellos días. Entonces escuchaba sonidos, gemidos y palabras lascivas, provenientes del cuarto de mi madre. La primera vez fue la más desconcertante, tanto que subí a mi habitación y lloré toda la noche, y por la mañana me mostré huraño y molesto con ella. Me parecía una persona asquerosa, impura y a la que ya jamás volvería a mirar con amor y gloria. Luego, conforme el suceso se repetía, descubrí que yo mismo pertenecía a la clase de personas impías, pese a ser solo un niño. Comencé a observar, cada vez incrementando ciertos deseos prohibidos en aquel entonces. Primero fue la masturbación, que era muy diferente a cuando lo hacía pensando en aquellas jovencitas fornicando en internet. Así continúe hasta que entré a la primaria, donde todo se desbordó. Ya no solamente era casual, sino que incluso intencionalmente bajaba y necesitaba ver cómo mi madre era follada por aquellos hombres que pagaban por ella. Presenciar sus gesticulaciones, sus gemidos, sus expresiones candentes, sus piernas abiertas y la majestuosa forma en que solicitaba mayor ritmo y rapidez. Todo lo que le hacían esos cerdos me llevaba al delirio, hacía que chorreara mis calzoncillos con esperma caliente y abundante. Y así, la situación progresó hasta que mirar no me bastó ya.

Requería ser yo quien hiciera sentir tal placer a mi madre, para lo cual tendría que deshacerme de alguno de esos hombres y tomar su lugar. Muchas noches iba a la cocina y tomaba un cuchillo, decidido a asesinar a aquel extraño y a forzar a aquella zorra a chuparme las bolas y dejarse penetrar por su propio hijo. Tenía también sueños húmedos que progresaron en pesadillas, pues en ellas comenzaba haciéndolo con mi madre, a la cual besaba con pudor y follaba con vigor, tocando sus tetas duras y abriendo sus carnosas piernas, para venirme en ella y preñarla; no obstante, a los pocos segundos la situación cambiaba y me veía a mí mismo siendo mujer, delirando de placer y actuando como mi madre, teniendo su cuerpo, y lo más aterrador: ¡siendo fornicado por un hombre asqueroso con cara de puerco! Entonces entendí que no era bueno para mí continuar con aquellas travesías nocturnas para espiar a la golfa de mi madre. Así que me limité a masturbarme y a chorrear de semen sus tangas.

El hecho es que, al mirar a Mati en el borde de la puerta, tocándose desde las sombras y gozando, imaginándose a sí mismo arremetiendo contra la desgastada vagina de su madre, y también asesinándome, un tropel de memorias un tanto malditas y confusas llegaron a mí. ¿Por qué ahora? ¿Por qué yo? ¿Qué significaba que a mí llegaran esos recuerdos que yacían enterrados y de los cuáles no sabía ya nada? Aquel suceso representaba para mí una fractura, un escenario que intervenía con mi habitual indiferencia, con la inmutabilidad de mi cotidiana y absurda existencia, en la cual me sentía cobijado y a salvo, seguro y lejos de mí mismo, de conocer quién era en lo profundo y en el interior, sin necesidad de refugiarme en el exterior, el cual por sí mismo resultaba mera ilusión. Y, entre más miraba a Mati, más fuerte follaba a Lary, intentando desquitar cierto dolor que despertaba en mí el conjunto de memorias recién arrojadas a mi yo actual. Sabía que aquel niño me odiaba, que en cualquier momento entraría para matarme y tomar mi lugar. O, tal vez, haría lo contrario, querría matar a su madre y ser penetrado por mí, lo cual me asustaba y me trastornaba. Al fin, presa de una mezcolanza de emociones que desde hace años no sentía, puesto que ya nada podía sentir, eyaculé en el ano de Lary, viniéndome lo más abundantemente que pude y perdiendo de inmediato la erección.

–¿Te sientes bien? –cuestionó Lary, todavía gimiendo un poco–. Estuviste muy raro a partir de cierto instante, ¿ya no te gusto?

–No es eso, es que me mareé.

–Estás desconcentrado, ¿cierto?

–No, no es eso. No tiene nada que ver contigo, soy yo.

–Lo hacen mejor tus amantes, ¿verdad?

–No, tampoco es eso. A veces no sé qué me pasa, ya no sé ni quién soy.

–Pues deberías de ir con un psicólogo, podría ayudarte.

–Lo dudo, no creo ni un pelo en la psicología. Está tan contaminada de humanidad como cualquier otra ciencia.

–¡Estás loco! Nunca había conocido a nadie como tú.

Pero yo ya no escuchaba a Lary, me dolía la cabeza y me sentía extraño, algo estaba acabando con mi natural indiferencia. Sentía un vacío distinto al común, aquellas reminiscencias habían escombrado mi interior para susurrarme una especie de disimulado dolor. Tomé mis cosas y me vestí tan pronto como pude, dije adiós a Lary y, pese a ser las 4 am, me fui. No obstante, antes de abandonar aquella miserable casa que era tan similar a mi habitación, pero excesivamente desordenada, tuve la curiosidad de asomarme por una ligera ranura que había en la puerta de la habitación de la inválida y gruñona madre de Lary, quien se había quedado dormida y no inquirió de más tras mi incomprensible partida, pues ya conocía mi exótico comportamiento. Le bastó saber que quería estar solo y vagar por los edificios de la ciudad, en parte para reflexionar y también para bajarme la borrachera, pues la cabeza comenzaba a dolerme.

Pero como decía, antes de marcharme, tuve la desdicha de asomarme, o tal vez una fuerza desconocida me impelió. El hecho es que vi una posible atrocidad: la vieja se hallaba desnuda, con las piernas abiertas y la piel arrugada y llena de costras, gimiendo cual puta y babeando de placer. Además, Mati la follaba como un perro, pegado a ella y moviéndose como un profesional. La escena me desconcertó en un principio, más cuando la vieja, no sé cómo, volteó y su mirada en mí clavó. No obstante, esto en nada la inquietó, e incluso parecía decir: “Mírame, presencia cómo un niño de diez años fornica con su abuela inválida y engusanada, mientras tú lo hacías con su madre y él te miraba”. Colegí que tal vez no era la primera vez que lo hacían, quién sabe. Posiblemente, siempre que Mati miraba a su madre siendo embestida por algún bribón hacía lo propio con su abuela, la cual no rechazaba la oportunidad de gozar a merced de un niño abandonado, indefenso, incestuoso y retrasado mental.

Cuando salí a la calle, una oleada de aire fresco me golpeó. No sé si fue debido a la embriaguez o a la indiferencia que creía perdida tras la babel de memorias incestuosas, pero, de alguna manera, me pareció normal y hasta cierto punto adecuado que dos seres abandonados, la abuela inválida y el niño incestuoso con retraso mental, fornicaran. Nada de malo había en ello, así lo veía yo. Tal vez la moral de las personas comunes no habría permitido aquellos actos, aunque peor hubiese sido si el sexo estuviese cambiado; esto es, si un hombre anciano se tirara a una niña. Pero ese tipo de cosas eran muy simples, meros reflejos de lo absurdos que eran los postulados de la sociedad moderna; reprimida y hambrienta, al mismo tiempo, de todo lo que condenaba y rechazaba con fervor. ¡Vaya cosas, la moral de la humanidad, bien sabía, no era sino una estupidez! Pero ¿por qué rechazar lo que en el fondo se desea con fervor? ¿No era esto una blasfemia? ¿Qué sentido tendría ir en contra de nuestra sombra cuando, de hecho, es ella quien nos alimenta y nos mantiene vivos interiormente? El incesto, al igual que el aborto y el suicidio, eran algo normal, mucho más bueno que malo.

Comencé mi caminata, sintiendo todavía un poco de esperma escurriendo de mi pene. Había sido una noche muy sexual, primero con la mesera de ojos azul índigo y luego con Lary, pero también extraña por los recuerdos despertados y lo observado y razonado. Caminé como un demente, aunque no era la primera vez que lo hacía. Me deslindaba de todo y de todos, tanto putas, alcohol, compañeros de juego, antros y dinero. Entonces caminaba sin rumbo alguno, vagando por la decadente ciudad de edificios megalíticos y calles oscuras y sombrías, contemplando solo la oscuridad imperante y elucubrando, hundiéndome en cavilaciones que no me hacían bien, perdiéndome en disertaciones filosóficas que solo laceraban mi mente, esculpiendo teorías insensatas y fraguando mi propio fin.

A veces, sentía deseos de caminar así eternamente, hasta que me sangraran los pies. Deseaba que nunca se hiciera de día, que aquel silencio, con excepción de las tabernas y demás bullicio, lo envolviera todo, que la oscuridad de la noche consumiera mi ser. Inclusive, llegué a colegir que tenía un alma, que no todo me era indiferente y que aquel era solo el camino por el que un hombre como yo debía ir, aunque fuese tormentoso y me pareciera siempre sin ningún sentido. Ocasionalmente me orinaba en algún parque o conversaba con algún vagabundo, regalándole más limosna de la que debería gracias a mi recalcitrante ebriedad. Esa era mi historia de cada viernes: irme a embriagar, fornicar con alguna puta, terminar hasta las chanclas y caminar sin parar, recorrer aquella sociedad que en el día odiaba y de la que no me sentía parte. Odiaba el mundo como era, sabía que una raza como la humana estaba destinada a perecer por su propia mediocridad. Y, más allá, me aborrecía a mí mismo hasta el delirio, porque sabía que yo era igual que ellos, que el rebaño, que los humanos. Sin embargo, también había algo distinto en mí; o, así lo creía, pues, hasta ahora, no sentía que estuviera vivo.

Que esto fuera vivir siempre era mi máxima duda. Meditaba sobre dios, la existencia, la muerte, el suicidio, la banalidad, la mente, la creación y demás. A nada llegaba en tales momentos de desvarío nocturno, solo escapar de mí y nada más. ¿Quién dijo que esto era vivir? ¿Quién definió la vida de esta manera; así como el amor, la tristeza, el odio o la felicidad? ¿Qué eran los sentimientos, las emociones, la nada, el vacío, la indiferencia? ¿En dónde se hallaban las respuestas a la ingente cantidad de preguntas que abotagaban mi mente? Y, pese a ello, me embriagaba como un cerdo, me perdía en una supuesta vida absurda que no podía ser de otra manera. Podría vivir de nuevo en términos humanos y nada cambiaría, volvería a caer en esta depravación natural, volvería a hacer que Melisa se suicidase, que mis padres me repugnaran y se preocuparan, malgastaría exactamente la misma cantidad de dinero en putas, alcohol, tabernas y decadencia. Sería el mismo por siempre. No, sería todavía peor, pues, en el fondo, era un juego, una vacilada. Si esto era realmente estar vivo, y si todo estaba permitido, entonces todas mis reflexiones no servían de nada, y eso me atormentaba más que hallar un sentido a mis acciones.

Pero era solo un juego, uno que podía jugar las veces que quisiera, porque, al fin y al cabo, esto no era vivir, no podía serlo; algo me lo sugería en el interior. Además, siempre estaba la solución a todo, esa fructífera agua emanada del paraíso y purificadora de humanidad en la cual todo se disolvería: la muerte. Sin importar qué, bastaba con apretar el gatillo y todo quedaría reducido a la nada. Cualquier acto, bueno o malvado, bonito o feo, honrado o inmoral se tornaría vano al morir. Eran solo mis ideas, simples y humanas cavilaciones, pero tenía la tenue sensación que, al traspasar el umbral de la carne, al desconectarme de este juego decadente y marchitado, podría comenzar, finalmente, a entender, aunque fuese de manera somera, lo que significaba vivir.

Sin notarlo, había caminado demasiado, como tantas otras veces. Ya me dolían los pies y el cansancio era latente. Miré el reloj por primera vez, marcaba las siete en punto de la mañana. Había estado vagando aproximadamente dos horas y me parecía como si no hubieran transcurrido más de diez minutos, pero así siempre era. Pasé al cajero a retirar un poco de dinero, presenciando un amanecer más en la absurda existencia que plagaba este planeta. Era sábado, y las personas podían elegir entre dormir todo el día o salir a pasear. En realidad, el fin de semana era la consagración del absurdo que imperaba en el mundo, lo sabía bien porque lo experimentaba en carne propia. Las personas, acostumbradas a trabajar como esclavos de lunes a viernes, gozaban de una ficticia libertad, o tal vez de una real, pero tan abrumadora que no sabían qué hacer con ella.

Así, los monos intentaban llenar este vacío o esta incomprensión con cualquier bagatela: salían con personas igual de estúpidas y vacías que ellas, visitaban plazas diseñadas para embobar a seres como ellos, iban al cine, se atascaban de comida basura; si tenían suerte hasta fornicaban, escuchaban música mediocre, se reunían con amigos para emborracharse, visitaban algún museo en compañía familiar, miraban todo el día la televisión o alucinaban con videojuegos, entre otras cosas. Solo entretenimiento y falsedad, aunque, de otro modo, sería imposible rellenar el tiempo en que se creía vivir. Y sí, ¡cuán aburrido era existir en este mundo de infinita miseria donde todo, absolutamente todo carecía de sentido! Al final, yo solo era un idiota más, un títere de fragmentadas ensoñaciones que ahora eran devoradas paulatinamente por la idílica boca del suicidio.

Al regresar a mi habitación, ya con el transporte público funcionando, después de una noche de sexo, ebriedad, fiesta, decadencia, reminiscencias de mi niñez y triviales reflexiones, me di cuenta de que era un imbécil más, aunque no un hipócrita ni un mentiroso. Me sentía asqueado de mí mismo, y por eso solía hundirme más en aquello que condenaba y me repugnaba en los demás. Sin embargo, había un elemento que me salvaba y me elevaba a la condición de un dios: la percepción. Ellos, el rebaño, eran mediocres y miserables, estúpidos y acondicionados, pero actuaban así sin percibirse nunca como tal. Yo, en cambio, lo sabía todo sobre mi conducta, la pseudorealidad, la decadencia y demás elementos impropios de la sublimidad. Yo conocía a la perfección los vicios y las bagatelas a las que me entregaba. Estaba completamente seguro de ser un idiota, un humano ensuciado por la corrupción de la sociedad moderna, aceptando cada aspecto de mi asquerosa humanidad y también odiándome por eso.

Y, por eso mismo también, había decidido matarme cuando así lo creyera necesario, lo cual no debía tardar mucho. Yo no era como ellos, aunque tuviera los mismos vicios y estuviera sumergido en su decadencia, porque yo podía percibir que había algo más allá de tal condición. Me sentía asqueado de lo que hacía y era un hombre absurdo puesto que continuaba realizando tales depravaciones y actos inútiles en lugar de cambiar. Pero, dado que nada era seguro y no se tenía la certeza de algo divino o de qué cosas realmente estaban prohibidas y por quién, entonces eso me confería la libertad de matar, violar, humillar y revolcarme en la más infame ignominia hasta donde abarcara mi propia humanidad.

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El Extraño Mental


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