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El Extraño Mental XIX

Yo, en mi experiencia, adoraba dormir, y detestaba tener que ponerme en marcha, siempre para realizar las mismas acciones. Esto era tan inexplicable, tan absurdo y funesto, que el hecho de observar a los monos hacerlo me asqueaba. Siempre era igual, el mismo andar intrascendente, la misma farsa para existir. Despertar, bañarse, ir en el transporte público soportando la presencia de la humanidad, desayunar cualquier ranciedad y pasarse todo el día en el trabajo, sea la oficina, una fábrica o cualquier otro. Se desperdiciaba tanto el tiempo, aunque tal vez no podía ser de otra manera. Luego llegaba la hora de la comida, en la cual los humanos se la pasaban mirando sus celulares, idiotizándose como siempre, tras lo cual se debía proseguir con el habitual y fétido ritmo del trabajo. Venía la hora de salida, al alboroto, el goce, la mentira imprimiéndose en los compungidos rostros de los zombis. Para algunos era el regreso a casa donde se perdería el tiempo cuidando a los hijos, mirando televisión, jugando algún videojuego o simplemente durmiendo.

Para otros estaba el salir con alguien a ver si se obtenían los favores sexuales, fingir entendimiento y solemnidad en el trato, cenar alguna cochinada, intercambiar números telefónicos o ir con algunos amigos a dilapidar algunos billetes en alcohol y demás bagatelas. Ese ritmo tan odioso se repetía y jamás cesaba, ni siquiera para los que creíamos ser diferentes. ¿Qué distinción había entre seguir con esto o suicidarse? De todas maneras, se debía vivir, aunque no tuviera sentido, aunque no se quisiera, aunque nada importase. La existencia era una tontería, era mejor matarse de una buena vez. Lo que resultaba asqueroso era la conformidad y complacencia que el rebaño mostraba con este ciclo monótono y vacío, del cual yo mismo era consumidor y preservador, aunque también lo odiara. ¿Qué hacer para cambiar? ¿Qué elegir para no existir? La inexistencia ya no era una opción, pues, en el caso de que muriese, quedaría mi recuerdo. Sí, quedaría la difusa memoria de un hombre infeliz y miserable que jamás desaparecería por completo.

–¿Qué tienes? ¿Por qué luces tan pensativo? –interrogó Virgil sonriendo con sarcasmo.

–No, es solo que me arrepiento, aunque jamás lo creería. Dicen que no arrepentirse nunca es igual a arrepentirse en todo momento.

–¿De qué te arrepientes? ¿De tu vida o de no poder morir?

–De todo, estoy hastiado de mi existencia y de lo que soy.

–Y ¿quién no lo estaría? El punto es ignorar esa convicción.

–Ya no puedo, tal vez no quiero. Escucha, sé que hay algo en esta realidad ficticia que a cada uno le fascina, que le ata a esta mentira, que le proporciona el elíxir para proseguir existiendo. Todos tienen algo de qué agarrarse, un pilar, un sostén, una fortaleza bajo la cual yacen complacidos con ello, sea ciencia, religión, deporte, etc. Pero yo, ¿qué tengo yo? ¿Qué hay para mí? Todo me asquea, me parece tan banal y absurdo. No hallo ya placer alguno en el sexo, la comida, la diversión o el entretenimiento que al rebaño tanto le encanta. Sé que ahora estoy ebrio como un cerdo, que me la he vivido en tabernas, con putas, enviciándome y siendo un parásito, pero ¿qué más podría hacer? Tú has dicho que llevo la marca de la dualidad, aunque tal vez no sea así. Yo no creo ser diferente al resto, no hago nada creativo; no aporto, solo recibo. Y no sabes cuánto me repugna ser yo mismo, sentir esta humanidad incrementando y fortaleciéndose, atisbar cómo mi voluntad por superar esta miseria se esfuma, cómo mis sueños más elevados y sublimes se evaporan en el lúgubre ataúd de la rutina y la vida, con sus mareas de insignificancia, las cuales azotan la ínfima y desolada isla en la cual me he refugiado. Para mí nada significan las mujeres ni las borracheras, solo meros accidentes de una tragedia cósmica. Me he dejado corromper, he sido como el rebaño. He seguido con vida, aunque ya nada importe, y, aun así, todavía creo ser diferente, todavía reflexiono y, en mi mente, sé que esto es una basura. Soy solo un humano y sé que nada hay para mí en este mundo.

–¡Qué extraño! Esas palabras las había escuchado una vez en un sueño que tuve cuando te conocí.

–¿De verdad? ¿Cómo puede ser? Pasaré a dejarte a tu casa y me iré a mi cuarto, al fin queda cerca.

–Lo sé, conozco bien dónde vives, recuerda que te vigilaba… Pero en ese sueño, fue muy raro, era como un presagio. De alguna manera, sabía que tendríamos esta plática, que regresaríamos a esta hora y que estaríamos borrachos. Incluso sabía de ese señor, el tal Piji, y también de su suicidio.

–¡Qué cosas dices! No te creo, es absurdo. Además, si sabías que se mataría, ¿por qué no hiciste algo para impedirlo?

–Porque nadie puede cambiar el destino de otra persona, ni siquiera con una gran voluntad.

–¿Destino? No creo en él, es una ilusión, igual que la realidad y la existencia.

–Y tú ¿también eres solo una ilusión?

–Es posible, no sé. Pienso mucho acerca de la manera en que podría definir qué es real y qué no, y no logro concluir con exactitud la verdad. No tengo manera de comprobar que existo, así como tampoco tú podrías. Tengo consciencia de mí porque al nacer se me implantó que yo soy esto, que soy humano y que poseo las propiedades que me han sido inculcadas, sentimientos, emociones, actividades, ideas, convicciones, entre otras; no obstante, nunca se me proporcionó un método o técnica mediante la cual pudiera tener la certeza de definirme o de entender y clasificar lo real de lo ilusorio, lo verdadero de lo fingido. Ambos somos producto de atavismos que han servido para moldear a la sociedad, que son extremadamente complejos de entender y de vencer, que nos atan y nos impulsan a lo absurdo, que nos encadenan a nuestra propia humanidad. Por eso odio existir, porque me atormenta y me exprime, me fragmenta y me regurgita, siempre en peores condiciones. Sin embargo, tampoco he podido morir, aunque espero que pronto, muy pronto, pueda suicidarme, tal vez hoy mismo.

–No lo creo, tú no puedes morir aún.

–¿Qué? ¿Por qué no? Si yo quiero matarme hoy, mañana, en un mes, en un año o dos, ¿qué me impide hacerlo? La puerta permanece siempre abierta, solo debo obtener la llave y seré libre, abandonaré esta prisión para siempre.

–Sí, eso suena filosóficamente atractivo, pero tú no morirás porque no está en tu destino.

–Ya te dije que no creo en algo como el destino.

–Yo tampoco creo en el libre albedrío, y tú no puedes demostrar que el destino no es real.

–Eso es cierto, nadie puede tener la certeza de nada, a menos que se engañe a sí mismo para creer por verdad lo que es naturalmente impreciso.

–Además, me pareces como un hombre que odia la vida, pero también la muerte. Tú quisieras algo más, buscas una especie de cualidad que está lejos de tu humanidad. Quieres morir porque crees que así dejarás atrás tu naturaleza.

–Y ¿qué te dice lo contrario? Esto es un calambur, no tiene sentido esta plática. Ambos estamos brutalmente borrachos y, mañana en la tarde, nada sabremos ni recordaremos de esto.

–Así es la muerte tal vez, usa al destino para divertirse con la existencia de las personas. Pero tienes razón, yo no tengo certeza de nada, solo son elucubraciones superfluas que todos, tanto los del rebaño como los marcados, podemos experimentar.

–Lo sé, perdón. Hay tanto que quisiera entender, y cada vez me alejo más de la llave.

–Es dual, tú lo eres. Crees alejarte sin remedio, pero eso mismo te acerca a lo que has estado buscando con ahínco y determinación. La voluntad de un humano no puede cambiar el destino, pero puede crear otro camino que suplante al previsto. Es difícil de explicar, pues lo leí en un libro prohibido de los que me prestaba un amigo con el cual me divertía hace tiempo. Lo que debe hacerse no es creer o no en el destino, simplemente imaginar divergencias, suprimir lo sugerido. El sino no es impertérrito, se puede alternar. La aleatoriedad de los sucesos nos parece así gracias a la incomprensión de lo oculto ante nuestra percepción, por eso debes fluir y escuchar, ser paciente y contestarte a ti mismo, descubrir quién eres en realidad.

–Eso no evitaría que siguiera siendo absurdo.

–No podemos determinarlo con simples palabras. En fin, es solo una tontería. Pero el sueño fue real, hubo un susurro que me lo dijo: tú y yo estaríamos compartiendo este momento. Y todavía más, nos embriagaríamos y él se ahorcaría, pero nada se podía hacer para cambiarlo.

–Cuando a uno todo le es indiferente, entonces la vida ya nada vale, y uno se obsesiona con la muerte. Además, ¿cómo sabes eso? Apuesto a que jamás has querido matarte.

–En eso te equivocas, una vez quise hacerlo, por un hombre. Ya ves que una chica trivial como yo no puede ofrecerte realmente nada, pero al menos entiendo tus sentimientos.

–Yo no tengo sentimientos, hace tiempo que perdí esa capacidad. Ahora solo pienso, he dejado se sentir.

–¿Te da miedo sentir? Eso me hace pensar que en alguna ocasión experimentaste lo que es el amor.

Me quedé mirando el cielo, el cual, en mi imaginación, trazaba palabras y gestos, los cuales se impactaban contra mi mirada, pero no eran ni siquiera lejanos, sino tan cercanos como si estuvieran dentro de mi alma. El final podía hallarlo de inmediato, bastaba descolgar a aquel sujeto y tomar su lugar, reemplazar la verdad con la mentira, el espejismo con la carne, hacer valiosa la vida por un momento, como si se tratara de una poesía jamás escrita y en el último instante marchitada en mi corazón. Estaba tan ebrio que cualquier cosa resultaba graciosa, incluso estar en la madrugada acompañado por una mujer cualquiera, siendo como el resto, hallando regocijo y paz en las actividades que tantos humanos abrazaban. Sin embargo, volvía de nuevo a pensar que embriagarse y vagar por los mugrosos callejones y los parques de la ciudad encerraba una belleza extraña y hasta espiritual.

¿Quién no lo había hecho en algún momento? ¿Quién no se había embriagado como un cerdo por amor? ¿Quién no se había sometido al influjo de la realidad, al tormento de la existencia, al dulce sabor del vino que anunciaba el alba y la llegada de la fatalidad? Todo cambia, ese era el secreto para alcanzar la inmortalidad, para fundirse con el universo, para dejar de ser un títere del azar y abrazar al destino. Pero yo, ¿quién demonios era yo? ¿Cómo volver atrás y evitar nacer? ¿Qué sentido tenía la existencia de un sujeto tal? ¿Qué diferencia había entre el suicida que cumple su cometido ahorcándose de pronto o el que se mata lentamente entre tabernas y prostitutas? Quizá solo el tiempo y nada más que eso, solo era cuestión de tiempo.

–¿Alguna vez has pensado que las imágenes y los sonidos pueden distorsionar de tal modo la sucesión de eventos como para mostrarte espejos?

–¿Qué clase de espejos son esos? –cuestioné todavía abstraído.

–Los de tu interior, los espejos en los cuáles proyectas tu propia realidad. Tal vez sea eso solamente: cada uno crea su realidad, cada quién moldea el espacio-tiempo para experimentarse a sí mismo en el espíritu eterno. Es solo un momento el que te diferencia de estar aquí sentado o allá colgado. Crees que has perdido la capacidad de sentir, pero eso es una tontería, porque nunca la has ganado; solo va y viene, siempre en constante flujo. Los suicidas son siempre las personas más hermosas y sentimentales, pero los que más niegan la verdad.

–Ya no quiero vivir, estoy enfermo.

–¿Enfermo? ¿De qué?

–De eso, de vivir. ¿No crees que es una enfermedad vivir? No sé si sea alguna falla en mi cabeza o en mi supuesta alma, la cual niego y afirmo a cada instante.

–No creo que estés enfermo. Solo eres, en todo caso, un paciente confundido.

–¿Paciente confundido? No entiendo.

–Sí, un paciente tan confundido como aquel que se ahorcó. Uno que aún no termina su tratamiento, pero que tampoco lo quiere.

–¿Tratamiento para qué? ¿Con qué fin?

–Morir, con el único fin de morir. Cualquier tratamiento conduce a ello, todos los pacientes, en el fondo, buscan lo mismo, y tú lo sabes mejor que yo –exclamó Virgil con una resplandeciente sonrisa, la cual, por muy poco, era similar a la mía, pero también a la de cada persona que había conocido.

–Y entonces ¿dónde queda la vida? ¿Para qué vivir? ¿Para qué morir?

–Me preguntas como si yo fuera experta ¡Solo soy una simple lavatrastos, no lo olvides! ¡Je, je! Pero, si quieres saber mi opinión, creo que vivir y morir es lo mismo. Al fin y al cabo, son únicamente el complemento de lo incognoscible. Tú no estás enfermo por no querer vivir, solo estás equilibrando la daga.

–¿Equilibrio? Posiblemente no se puede morir sin vivir antes y experimentar cierto sufrimiento interno.

–Exactamente, necesitas destruir para crear, es tan básico y a la vez tan sublime. Pero no me hagas caso, solo te confundo. Mejor vámonos ya, sino amanecerá antes de tiempo.

Abandonamos la banca en donde estábamos y vomité unas cuántas veces, al igual que Virgil, pero ambos reíamos como imbéciles en la soledad y la frialdad de la noche. Solamente la luna llena presenciaba las tonterías de dos sujetos tan distintos y similares a la vez, tan duales. El camino de vuelta, sin embargo, fue todo lo contrario a lo que esperaba. El silencio reinó, ni una sola palabra se dijo. Habíamos hablado demasiado y reflexionado muy poco. Este era el momento para saborear la belleza poética de la embriaguez, para recordar que alguna vez había amado y que todavía seguía vivo…, si es que esto era vivir. Algo en mí se aferraba a la indiferencia total, a la supresión de toda sensación con tal de encerrarme en mi capullo. Era un lobo solitario, había desdeñado todas las teorías y creencias por ser demasiado humanas, había rechazado a todas las personas por su absurdidad y, sin embargo, yo era igual. Por eso también me odiaba, se trataba de la misma pelea que diariamente acontecía en mi interior, pues un fragmento en mí quería vivir y otro morir. ¿Quién era yo, qué significaba ser humano y qué existir? La existencia, en resumen, no valía nada, y yo era su aprendiz, su creador y su destructor, su exégesis más superflua.

Recorrí junto a Virgil un buen tramo antes de llegar a casa. En ese recorrido presencié la inefabilidad que reinaba cuando los humanos no invadían las calles con sus ruidos y su infamia. Me gustó, por cierto, ver cómo una enredadera se apoderaba de una pared entera, extendiéndose y adueñándose por completo de los anuncios y los faroles, tornándolo todo de un verde precioso. Pensé que era la conquista de la naturaleza sobre el mono, lo que en verdad debía emerger sobre lo que debía perecer. El humano se creía rey y amo de un mundo que no comprendía y del que había hecho un infierno, pero la naturaleza aún no se rendía. Es más, en cualquier momento reclamaría el dominio, fuese mediante un desastre natural o un suceso de envergadura mayor.

¿Quiénes éramos nosotros, humanos y retrógradas, para hacer de la existencia una miseria? ¿Con qué derecho nos reproducíamos y construíamos gigantescas torres? ¿Qué nos confería el derecho de comer a otros animales, de matarnos a nosotros mismos? ¿Cuándo la humanidad cayó en esta decadencia e ignorancia? ¿Cuándo se extinguieron las almas y unos pocos tomaron el control sobre la mayoría? ¿Por qué aceptábamos sin cuestionar lo que esa minoría decía y nos idiotizábamos con tonterías? Pero yo no estaba en facultad de hacer estas inquisiciones, pues yo era, en sí mismo, un claro ejemplo de lo que odiaba en el mundo. Demasiado tiempo había perdido ya siendo tan humano, pero era imposible intentar ser dios, pues carecía de los instrumentos adecuados. Al fin llegamos a la casa de Virgil, quien me miró con cierta picardía.

–Bien, creo que es hora de despedirnos. Ha sido una aventura interesante, me ha gustado. ¡Quién sabe! Tal vez podríamos hacerlo cada fin de semana –dijo la lavatrastos.

–Sí, claro, tal vez… Y ahora ¿qué harás? Digo, sobre tu madre y el hecho de que la hayan encerrado.

–¡Ah, eso! Pues nada, ¿qué podría hacer? Ella estará muerta desde ahora, jamás saldrá. En parte, creo que fue lo mejor, porque así soy libre. Creo que venderé el restaurante y, después de un tiempo, me largaré de aquí.

–¿Te irás? Creí que te gustaba esta ciudad.

–Me gusta, pero no podría ser siempre parte de ella. Tengo parientes en el extranjero, veré cuánto resisto. Mientras tanto, ya sabes lo que haremos.

–Genial, ahora te dejo, descansa –dije y di media vuelta, dispuesto a regresar a mi hogar, pero…

–¡Espera! ¿Te irás así nada más? ¿Acaso no…?

–Supongo que sí, ya es tarde, muy tarde, tanto que se hará temprano pronto. ¿Qué querías hacer?

–Nada, olvídalo. Es una tontería pensarlo. Además, tú nunca… En fin, ¡adiós!

Virgil dio media vuelta y observé cómo las monedas eran arrojadas al aire, las monedas del destino, pero que también tenían azar en sus orillas. Caían a montones, siempre del mismo lado, cosa extraña. Seguían cayendo, indicando un cambio, una alteración en mis acciones. Levanté la vista y la luna, pálida y gibosa, hizo desaparecer la visión. Sin embargo, entendía perfectamente las últimas palabras de aquella muchacha tímida que revelaba su verdadera personalidad. Así, me volví sobre mis pasos y, con violencia, la tomé y la besé, comprobando que se entregaba a mí no solo en carne, sino en alma. Recorrí todo su cuerpo y enloquecí, olvidándome del desprecio que sentía por ella. Si estaba dispuesta a prostituirse para vivir, yo debía ser su primer cliente. Entramos en su casa y lo hicimos hasta que amaneció, sin protección y quedando absolutamente cansados. La verdad es que no recuerdo bien lo acontecido y hasta creo que fue un sueño, pues las monedas habían destruido la línea que separaba la alucinación de la realidad, si es que existía separación alguna.

Era mediodía y yo estaba en mi habitación, en aquella pringosa y absurda habitación en el segundo piso del condominio once en la calle Miraluz. Había dejado a Virgil muy temprano, como a las 8, con el pretexto de tener que arreglar unos asuntos, aunque solo vine a seguir durmiendo. Tenía dolor de cabeza, náuseas y los clásicos síntomas de la resaca; no obstante, algo había cambiado en mí. Se había operado un cambio en mi percepción, sentía mucho más asco de lo común, pero no físico, sino intrínseco, tal vez espiritual. ¿Qué había hecho? Había desperdiciado otro fin de semana entre las tabernas, las mujeres y la borrachera y, aun así, me era indiferente. Si esta náusea espiritual, si este rechazo hacia todo lo humano, fuese más fuerte, desde hace mucho tiempo ya estaría muerto, pero no, podía más la indiferencia absoluta.

Así, decidí ir a tomar algo caliente y comprar un garrafón de agua, pero recordé que la señora Faki había enloquecido el día anterior y ahora estaba encerrada en un hospital psiquiátrico donde yo también debía estar. Me entristeció un poco esto, pues adoraba los caldos de gallina que esta señora servía en su restaurante a mediodía. En fin, pensé en bañarme, pero no, ¿para qué? No vería a nadie y tampoco sentía deseos de asearme. Me asomé por la ventana y vi a las familias retozando, alegrándose y conviviendo. Algunos regresaban de la iglesia y otros apenas iban, ¡qué asco! Otros pateaban un balón, comían alguna porquería o simplemente existían. También estaban aquellos enamorados que iban al parque para besarse y manosearse parapetados en el pasto. Era un parque muy grande, ciertamente.

Sin embargo, me acosté y permanecí en mi habitación; estaba decepcionado. La noche anterior había sido buena, pero gracias al licor y la taberna. Ahora nuevamente se me presentaba la insoportable realidad, el tedioso devenir del tiempo y la mentira de la existencia. Me sentía hastiado y me arrepentía de haberme tirado a Virgil, en especial sin protección, ¿qué tal si…? No, no debía pensar en eso ahora. Concentré mi pensamiento en aquel paisaje del parque y los humanos ahí reunidos, ¡cuánto los detestaba, cuán deleznable era esa porquería! Así eran todos los días, igual de fútiles y odiosos.

Esos padres de familia intentando darles un sentido a sus vidas con sus hijos, los cuáles crecerían y serían igual de absurdos que ellos. Y éstos, los niños, también eran desde pequeños unos tontos, entreteniéndose con bagatelas y recibiendo todo cuanto el exterior les brindaba sin cuestionarse nada. Yo había sido uno de esos pequeños bribones incapaces de una concepción más elevada que la de jugar y ser mantenido. Escuchar sus risas y contemplar sus juegos me recordaba y remarcaba mi incipiente miseria, al igual que esas parejas de falsos enamorados buscando pegar sus cuerpos en la oscuridad. ¡Qué falacia era la humanidad y la vida! ¡Qué vómito ser yo mismo! Me puse como un demente y me azoté contra la cama, luego contra la pared hasta sangrarme la frente. Entonces comencé a propinarle puñetazos al suelo y a gritar como un simio. ¡Odiaba ser humano! Luego me calmé, aunque no del todo, pero a veces tenía esos ataques de histeria y paranoia. Me molestaba vivir, me enconaba ser humano y me repugnaba existir. Todo era, al fin y al cabo, siniestramente absurdo.

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El Extraño Mental


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