Capítulo XV (LCA)

Los hechos repugnantes continuaban en la facultad. Los estudiantes cada vez protestaban menos, parecían haber olvidado esa actitud ofensiva que alguna vez tuvieron. Y, a decir verdad, muchos nunca la tuvieron, simplemente buscaban, anhelaban internamente ser subyugados. Y, entre estos zombis, estaban aquellos para los que el nuevo orden representaba un deleite. Antes, les parecía no encontrar su camino en la escuela, ahora todo era distinto. Ya no se realizaban ensayos ni críticas, todo se limitaba a copiar en el cuaderno las notas del profesor. Estaba prohibido cuestionar si eran o no correctas, se tomaban como una verdad absoluta, algo parecido a una religión. El adoctrinamiento que estaban recibiendo era terrorífico, y nadie buscaba ya detenerlo; al menos, casi nadie. Se había logrado lo primordial: que los estudiantes aceptaran inconscientemente las medidas opresivas como una forma de obtener placeres. De tal suerte que la hora de los videojuegos, el viernes de alcohol y baile, las pantallas enormes en el patio, el nuevo modo de estudio donde la mente no se utilizaba y demás conformaban el escenario perfecto para un conglomerado de imbéciles que saldrían y adorarían la basura en que se había convertido la sociedad.

Ciertamente, estaba por completarse lo que aquel director desaparecido tanto había temido: que los estudiantes perdieran para siempre sus sueños y sus opiniones. En contraste, el nuevo director argumentaba estar preparando y formando a los jóvenes para una vida laboral, hasta les había conseguido ya trabajo y sentía merecer la admiración de todos. Decía que, si lograban adaptarse al nuevo orden, podrían ser más felices y productivos. Lo importante no eran las convicciones individuales de los seres, sino lo que tuvieran que hacer en la sociedad. No interesaba si alguien tenía algún talento o aspiración diferente a los de la mayoría, solo importaba ser productivo y contribuir a que el sistema continuara fortaleciéndose. El gran truco estaba en hacer que los sujetos sometidos a tan alterada realidad ni siquiera se percatasen de lo que se hacía con ellos. Se les hacía creer que eran libres, que podían vivir en paz, que sus creencias y sus ideales eran propios; empero, todo había sido impuesto en ellos desde su nacimiento. En el caso de aquellos rebeldes, había que someterlos o eliminarlos lo más pronto posible, pues se corría el riesgo de que pudieran organizarse y despertar a los que ya estaban hipnotizados. Fuera de la universidad, tristemente, la situación descrita era todavía más evidente.

Los días habían transcurrido sin tregua, el final del periodo estaba a nada, a unas cuantas semanas; cuatro, específicamente. Los trabajos finales agobiaban a los estudiantes, acostumbrados ya a la enorme carga de labores en esta época. Sin embargo, era aún más complicado esta vez, al menos en el sentido cuantitativo; no importaba la calidad, sino la cantidad. Entre más voluminosos fueran los trabajos, mejor se les evaluaba. Desde luego que esta nueva forma de evaluación no buscaba medir las habilidades o el razonamiento de los estudiantes, sino únicamente hacer que trabajasen como esclavos sin cesar, que buscaran incrementar más y más el contenido de sus proyectos, aunque no tuvieran el más mínimo sentido. El director solía decir que así estarían preparados para el mundo laboral, donde pasarían sus días realizando monótonas labores, pero recibiendo estupendos salarios por ello. Precisamente en la cuarta semana, antes de que todo terminase, comenzaron a ocurrir hechos inexplicables, como si alguien quisiera eliminar a ciertos alumnos.

–Y ¿cuánto debemos darte para que toques lo que queremos?

–La cooperación es voluntaria, no tengo una tarifa. Como ustedes evalúen mi talento, así deberán pagarme. Ciertamente, ni siquiera debería de cobrarles, pero no tengo otra fuente de ingresos.

Mendelsen se había colocado en la cercanía de la universidad con su distintiva guitarra. Tocaba las melodías que le eran indicadas a cambio de unas monedas. Había hecho esto desde que inició sus estudios, era una forma en que se apoyaba para sus gastos. Últimamente no le iba tan bien, los estudiantes cada vez se interesaban menos en un loco con música extravagante. Además, se les había prohibido recalcadamente participar en las actividades de los integrantes del club de los soñadores declarados. A pesar de todo, las dos jovencitas escucharon atentamente la interpretación y, al terminar, dieron una buena suma a Mendelsen, que casi no se lo creía. Prosiguió tocando hasta que tuvo hambre y decidió que iría a comer a la cafetería de la facultad. Como siempre, encomendó a Emil que cuidara de sus instrumentos hasta que regresase de comer. A cambio, Mendelsen lo defendía de todos los que lo molestaban por su complexión enclenque. Sin embargo, esta vez fue diferente, pues, cuando regresó, solo encontró a Emil golpeado, de sus instrumentos no había absolutamente pista alguna.

–¿Qué demonios ha pasado aquí? ¿Te encuentras bien, Emil? ¿Quién ha sido el canalla que hizo esto?

–No fue uno, fueron tres. No estoy seguro de saber quiénes eran. Lo único que te puedo decir es que son fuertes y altos, llevan trajes elegantes y lentes oscuros. Parece que no pudiesen hablar, actúan como autómatas y su piel es más pálida que la ordinaria.

A Mendelsen le pareció peculiar y, a la vez, atemorizante aquella descripción. ¿Dónde había escuchado eso? ¿En qué sitio? ¿En qué pasaje? ¿En qué situación? No podía recordar por más que intentaba. Decidió abandonar tales elucubraciones banales y ayudar a Emil, quien apenas y podía sostenerse en pie, al pobre le habían roto el labio y quizás algunos dientes.

–Lo lamento tanto, no pude hacer nada para proteger lo que más amas.

–No te preocupes, Emil. Ya no hables ni digas nada, estás muy lastimado. Lo único importante ahora es que sigues con vida. Tú quédate aquí, contactaré a los demás para que nos apoyen.

Mendelsen entonces contempló con horror la cruda realidad. Intentó que algunos compañeros los apoyasen, pero todos pasaban de largo. Era extraño, como si fuesen invisibles o no existiesen. Lo ignoraban, esos malditos imbéciles no prestaban atención a sus súplicas. Pero ¿por qué? ¿A qué se debía tal comportamiento hostil hacia ellos? Si bien es cierto que antes los miraban con recelo y extrañeza, ahora sus miradas reflejaban un recalcitrante odio.

–Es por los carteles –afirmó Emil con las pocas fuerzas que le quedaban–. Apenas ayer los pusieron. Yo tampoco sabía, pero debe ser por eso.

–¿Qué carteles? ¿De qué demonios estás hablando?

–Sí, fue ayer… Mira allá… Si te acercas un poco más, podrás visualizarlo mejor.

Mendelsen hizo lo indicado por Emil y descubrió lo que estaba pasando. Se habían tomado, finalmente, las medidas pertinentes para deshacerse de ellos de una vez por todas. Lo más grave no eran las acusaciones contra ellos, sino que estaba avalado por las autoridades que estaban por encima del director. Se señalaba a cinco estudiantes, a saber, los integrantes del club de los soñadores declarados. De todos se decía que solo eran unos drogadictos, malvivientes y holgazanes sin remedio. De Filruex decían que era el jefe de los bribones, una especie de falso mesías que se creía poeta. De Justis, que era un extremista rebelde que había profanado los libros prohibidos e incitaba a la gente sana a cometer las locuras que leía. De Paladyx, que era una adicta a la cocaína y asidua practicante de brujería y magia negra. De Emil, que ridiculizaba a los profesores realizando dibujos en sus clases. Y finalmente Mendelsen, que estaba citado como un vagabundo que se pasaba los días perdiendo el tiempo con su música infame.

–¿Qué clase de estupidez es esta? Seguramente es obra de ese viejo demente del director. Esta vez ya nada me interesa, voy a darle su merecido y a terminar con esto ahora mismo.

–¡Espera, no vayas tú solo! Te meterás en problemas. ¿Por qué no contactamos primero a Filruex y a los demás?

–No hay tiempo, debemos actuar en este preciso instante.

Como si el azar estuviese a favor de aquellos desamparados en ese justo momento, Paladyx apareció precipitándose sobre Mendelsen.

–Tienen tu guitarra y tu flauta, yo los vi. Son fuertes y extraños, tiene un aire violento.

–¿De quiénes hablas? ¿En dónde están?

–De los hombres de traje y lentes oscuros. Parece que están dispuestos a partir en pedazos tus instrumentos, será mejor que te apresures.

Sin pensarlo dos veces, Mendelsen prácticamente voló hacia el lugar donde Paladyx le dijo haber visto a los misteriosos sujetos por última vez. Corrió tanto como pudo, hasta que se detuvo frente a sus instrumentos musicales, o lo que quedaba de ellos, pues estaban pulverizados, hechos trizas.

–Pero ¿por qué? ¿Acaso hay algo de malo en la música? –gritó al aire, creyéndose solo en las orillas del Bosque de Jeriltroj.

Repentinamente. tres sujetos, tal y como los había descrito Emil, aparecieron y miraron furtivamente a Mendelsen, sin hacer gesto alguno o expresar alguna palabra. Mendelsen los miró con desprecio, estaba acumulando todo su odio. Convencido de que éstos singulares hombres ataviados de negro habían sido los destructores de lo que más adoraba, se lanzó contra uno de ellos airado sobremanera, impactando uno de sus puños contra el rostro del gigante.

–¡Apuesto a que eso no te lo esperabas, maldito! Ahora ya has conocido mi fuerza.

Emil corría junto a Paladyx para encontrarse con Mendelsen, algo en sus pensamientos le indicaba de un inminente terror. Aquellos seres, si acaso pudiesen ser llamados humanos, habían inquietado en demasía los atrofiados sentidos del joven pintor. Sabía que algo anómalo e insalubre se parapetaba tras esos trajes elegantes y esos lentes oscuros, algo que probablemente no pertenecía a esta realidad.

–¡Vamos! ¡Debemos darnos prisa, Paladyx! Yo estaré bien, por ahora todo lo que importa es alcanzar a Mendelsen.

–¿Por qué estás tan preocupado, Emil? Yo pienso que puede cuidarse solo.

–No es por eso, es solo que en esos sujetos había algo muy raro, algo que no puedo explicar, sino solo sentir. Me atrevería a decir que ni siquiera eran humanos, pero no estoy seguro.

–¡Qué cosas dices, Emil! No deberías de espantarme así. Aunque, si eso es cierto, mejor démonos prisa, quién sabe qué le podría pasar a Mendelsen.

Justamente éste se hallaba ensimismado al caer en cuenta de que su golpe no había surtido efecto. De hecho, apenas y había logrado desplazar un poco la cabeza de aquel gigante pálido. No hubo la más mínima señal de sangre ni un gesto de dolor. Mendelsen intentó golpear nuevamente, ahora en la región del estómago, pero fue detenido y sostenido por el cuello. Sus pies colgaban y se agitaban furiosamente, buscando un escape, una posibilidad de evadir el destino infame que le aguardaba. A pesar de sus enconados esfuerzos, poco a poco iba perdiendo fuerza.

–¡Suéltame, maldito! ¡Alguien, ayúdeme! –gritaba el músico que ahora estaba siendo estrangulado por quién sabe qué clase de seres.

Por más golpes que arrojaba, nada parecía afectar al gigante de los lentes oscuros, tan elegantemente ataviado. Además, se habían alejado lo suficiente de la facultad como para que alguien viniese en su auxilio, estaban en una parte muy lejana del Bosque de Jeriltroj. Con gran horror, Mendelsen contempló cómo todas sus ilusiones se desvanecían, a lo lejos percibía el canto terrible de la muerte. Podía mirarse en un lugar donde no existía otro ruido que el de sus instrumentos. Recorría cada uno de éstos y podía, de algún modo, hacer que vibrasen con tan solo pensarlo. Era como su mayor sueño, podía tocar todos a la vez, crear melodías jamás imaginadas ni pensadas, hacer música y nada más. Una sucesión de eventos se desencadenó en su mente, revelaba su gran intención, la de crear una melodía tan perfecta que pudiese curar cualquier enfermedad, fuese física o mental.

–¡Hasta aquí llegan tus sueños! ¡Dile adiós a todo! –comunicó una mente a la de Mendelsen, quien experimentaba por primera vez la telepatía.

–Pero ¿por qué? ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué hacen aquí?

Nuevamente, los pensamientos llegaron a su cerebro de un modo distinto al común, el de la comunicación oral. Aquellos seres pálidos y enormes parecían comunicarse de ese modo.

–Eres un peligro para el sistema. Tú, Mendelsen, serás exterminado por mostrarte hostil ante el holograma. Representas una inconsistencia en la programación de la realidad. Tú y los demás rebeldes no acatan las órdenes y los preceptos de la maquinaria, por ende, su existencia es un peligro. No podemos permitir que puedan despertar a otros, pues ocasionarían una desgracia en el nuevo orden.

–Y ¿qué es lo que hemos hecho? ¿Qué pecado hemos cometido para merecer tal suerte? –expresaba con dificultad Mendelsen, en tanto trataba de liberarse del agarre del hombre de traje negro y fuerza sobrehumana.

–Aún no lo comprendes, aquellos que han despertado no pueden ya continuar en este mundo, denotan una inestabilidad en la común entidad. El sistema no está diseñado para permitir tales inconsistencias, por lo tanto, nosotros debemos deshacernos de ellas. No se trata de un pecado, tan solo de una inexactitud. Ya no pueden ustedes ser parte de esta realidad, deben ser excluidos de la sociedad para no correr riesgos innecesarios. Los seres humanos que logran liberarse del velo que les ha sido impuesto, esto es, que han logrado una interrupción del programa de acondicionamiento que les ha sido cargado y consolidado tras su nacimiento, ya no nos son útiles. Nosotros necesitamos gente que consuma, que no se cuestione, que no se oponga ni se rebele a lo que dice la televisión y la radio. Necesitamos personas que se endeuden, que compren cosas innecesarias, que pasen sus vidas en una empresa, que añoren materialismo, placeres carnales y dinero. Por eso les damos violencia, desnudos, espectáculos, deportes, les brindamos todo para que su estancia en la falsa realidad sea natural, imperceptible. Y ustedes corrompen nuestro orden con su creatividad y su imaginación, perturban los ideales de nuestra raza, atentan contra los principios del moldeamiento. Ustedes que han rechazado la religión artificial y el consumismo desmedido, que buscan la espiritualidad y que no han abandonado sus sueños e ideales supremos, que realizan actividades execrables como la poesía, el arte, la literatura, la lectura y la búsqueda del conocimiento, que han entendido que la ciencia y la tecnología son controladas y usadas para enriquecer a los ricos y empobrecer a los pobres, para crear enfermedades y todo cubrirlo con entretenimientos superfluos. ¡Ustedes son los que no deben existir más si queremos que nuestro dominio perdure!

Mendelsen ya casi no podía respirar. Sentía como todo se desvanecía, incluyendo aquellos sueños que jamás abandonó. Recordaba cómo era su vida antes, cuando no había opresión, o quizá siempre la hubo, pero no la notaba. Sus ojos ya casi se cerraban, estaba a punto de desaparecer ese joven con sueños tan beatíficos y valerosos. Sin embargo, antes de cerrar los ojos, pudo atisbar en aquellos misteriosos centinelas del ojo algo que no había notado hasta ahora. Realmente eran autómatas, algo se lo indicaba. Sus palabras no provenían de ellos mismos, esa telepatía provenía de un lugar más profundo, más ininteligible. No lo comprendía, así como tampoco entendía la realidad ominosa de la cual era irremediablemente partícipe. Podía, pese a todo, sentirse abrumado en sus últimos respiros, una agonía tremenda lo invadía. Era horrible sentir eso que le parecía estaba en su cabeza, en la de todos, en todos lados; observaba todo, nada se le escapaba, lo podía ver todo. Una especie de visión apareció ante él, se podía mirar a sí mismo siendo absorbido por un gigantesco ojo fulgurante; esa cosa efectivamente podía presenciarlo todo.

La realidad no era algo natural, sino una simulación muy bien configurada. Sus programadores eran desconocidos para la mayor parte del mundo, quizá no eran humanos. Ahora, en el momento de su muerte, lo entendía. Ahora sabía que el mundo era una farsa, algo diseñado para absorber los espíritus de las personas a cambio de entretenimientos mundanos. Las personas adoraban su perdición y su encarcelamiento intelectual y espiritual, y protegerían a costa de lo que fuese su estúpido modo de existir. Aquellas últimas palabras que escuchó con la mirada mortecina provenían de una sabiduría inconmensurable que se manifestaba en su mente, no de esos seres misteriosos. Desgraciadamente, era demasiado tarde para vivir, demasiado pronto se terminaba la melodía de su existencia, ahora partía hacia lo desconocido.

–Bien, ya está hecho–comunicó telepáticamente uno de aquellos gorilas al otro.

–Y ¿qué hacemos con el cuerpo? ¿Lo desintegramos o lo arrojamos por ahí? Eso no nos lo explicaron –respondió el otro de la misma forma.

–Podría serle de utilidad al jefe para el laboratorio y las pruebas, o podríamos vender sus órganos.

–Apuesto a que sí, este tipo de especímenes no se encuentran tan a menudo. Sería interesante llevarlo para analizar su cerebro y hallar la falla.

–A veces pasa que algunos se salen de control. Existen sujetos en los cuáles el acondicionamiento no se completa; y, en casos más excepcionales, aunque se complete, es rechazado increíblemente. Lo que quiero decir es que el individuo logra adquirir consciencia de la simulación que es su propia realidad, enfrascada en la pseudorealidad universal y artificial en la que se mantiene atrapado.

–Quizá necesite mejoras el holograma. Ya ves lo que ha acontecido, y hay más como este.

–Sí, pero ya nos encargaremos de ellos. Uno por uno irán cayendo, ya lo verás. Mientras el director siga generando miedo y opresión, tendremos energía ilimitada.

–Cierto, tal vez estamos exagerando. Si eliminamos las amenazas, será más que suficiente. De cualquier modo, rediseñar el sistema de la realidad envilecida resultaría demasiado complejo.

–Esperemos que nunca sea necesario. Alguien viene, será mejor desaparecer.

–Y ¿qué hacemos con el cuerpo entonces? ¿Lo desintegraremos o lo llevamos?

–Déjalo ahí. Veremos cómo reaccionan, y luego los perseguiremos de nuevo.

En un santiamén, aquellos seres infames abandonaron el cadáver de Mendelsen, aquel joven rebelde que ya nunca más podría volver a componer melodía alguna. Se esfumaron entre ciertos árboles de hojas frondosas, abriendo una especie de portal y vomitando una materia verdosa y espumosa que calcinó el sitio donde cayó.

–¡Mendelsen! ¿Estás bien? ¡Respóndeme, por favor! Dime que no es cierto lo que estoy pensando. ¡Por favor, despierta!

Paladyx sostenía a Mendelsen entre sus brazos mientras Emil observaba aterrado la cruenta escena. Aquel magistral músico ya no podría nunca más volver a componer tan fantásticas melodías, ese que tan solo quería crear e innovar, recitar pasajes, convertir el arte en sonido, en uno que pudiese ayudar a curar las enfermedades. Paladyx, en el fondo, era la única a la que Mendelsen le había contado esa parte de su vida en una ocasión…

–Entonces ¿solo tocas música para distraerte? ¿Es lo que más amas? ¿Todo lo que tienes?

–En parte sí –respondió Mendelsen pensativo–. La verdad, Paladyx, es que tengo motivos mucho más profundos.

–Y ¿de qué se trata? Podrías contarme, si no es indiscreción.

Aquel día Paladyx y Mendelsen se hallaban solos en el Bosque de Jeriltroj, probando algo de buen ácido para distraerse. A Mendelsen le atraía sobremanera Paladyx, pero ésta solamente hablaba de Lezhtik. Todo el tiempo recordaba la inefable sensación que había experimentado al rozar sus labios. A veces, rompía en llanto ante la frustración de sentirse tan rechazada por el único hombre que quería. Ante esto, Mendelsen había decidido no intentar algo, pues también admiraba a aquel muchacho escritor al que solo conocía someramente.

–Te lo contaré solamente a ti, a nadie más se lo he platicado. Quiero que me prometas que lo mantendrás como un secreto entre nosotros.

–Desde luego que sí. Anda, dime de qué se trata.

–Bien, todo comenzó hace ya unos años. Yo tenía un hermano menor al que quería demasiado, pero él tenía cierta incapacidad mental. Mis padres lo detestaban, decían que era de sangre sucia. Yo era quien cuidaba de él, siempre trataba de entenderlo y le enseñaba lo que creía conveniente. De algún modo extraño, podía aprender y hacer cosas que las personas comunes no; aprendía cifras gigantescas de memoria, números telefónicos, combinaciones. En mi estupidez, intenté convencer a mis padres de que era especial, pero fallé.

–Y luego ¿qué pasó? ¿Acaso él…?

–Sí, eso pasó. Hubo un día en que mi madre, cansada de tener que lidiar con aquel vegetal, decidió no ir a recogerlo al colegio. Yo estaba muy ocupado, intentado perfeccionar cierta composición musical que se me había dificultado, nunca imaginé que se regresaría solo.

–Lamento que haya sido así, en este mundo todo es trágico.

–Sí, así es. Resulta que él, al ver que nadie llegaba, decidió regresarse solo. Se había ubicado bien, ya casi lo lograba, pero… todo fue culpa de unos imbéciles. Unos sujetos, hijos de empresarios millonarios, manejaban ebrios por la tarde. Y ese día el maldito azar quiso que su auto se encontrase con mi hermano. Cuando llegué al hospital ya era demasiado tarde, ya su cuerpecito yacía tieso en la camilla. Y el aliento de vida lo había abandonado demasiado joven.

–Y ¿qué hicieron tus padres? No puede ser que se hayan alegrado ante tal suceso.

–Nada, se limitaron a fingir que la pérdida les había afectado. En el fondo, creo que una gran carga les fue retirada de las espaldas. Yo era el único que lo quería sinceramente, tanto que le hice una promesa. Cierto día, comencé a mostrarle mis composiciones, y recuerdo que le ocasionaban una gran emoción y placer. Tengo la teoría de que escuchar mis melodías lo aliviaba un poco de su retraso, pues, cada vez que terminaba de tocar para él, se mostraba más creativo. Decía que mi música lo inspiraba a ser curioso y que activaba ciertos elementos que en su cabeza no funcionaban adecuadamente en condiciones normales. Mi promesa hacia él fue que algún día crearía una melodía que lo curase por completo. Ahora todo lo que me queda es intentar ayudar a las personas, tratar de curarlas mediante mi música.

–¡Qué triste! Jamás pensé que algo así hubiese pasado en tu vida.

–No te preocupes. Quizá la naturaleza de este mundo es la tristeza. Pero sabes, cuando mi mente se centra en la música, en los sonidos que producen esos instrumentos y en las composiciones que hago, siento que mi hermano está ahí, que ríe, que aún vive. A final de cuentas, ¿qué culpa tenía él de haber venido al mundo en esas condiciones? En cada melodía que compongo puedo verlo sonreír y siento que lo curo, que puedo curar los corazones rotos de cada persona que sufre en el mundo.

–Este mundo es miserable. Aquí todo es dinero, todo es una basura. Las personas están vacías, carecen de conciencia, sentido y existencia.

–Así es, tan cierto como yo lo pienso. Y, por eso me uní al club con Filruex; él es distinto del resto, él sabe de la estupidez que impera. Nosotros entendemos y vemos el mundo en su blasfemia, pero la mayoría no. Es inútil, tal vez, tratar de mostrar a las personas otra perspectiva.

–Tienes razón, es inútil –murmuraba Paladyx mientras los colores se deformaban ante sus ojos–. Ahora que lo pienso, la existencia misma lo es. Con Lezhtik siempre conversaba sobre ello y terminábamos llegando a la misma conclusión, claro que eso era cuando él todavía aceptaba mi compañía. En fin, no cabe duda de que estás lleno de secretos, Mendelsen.

–Tristemente, en este mundo de ajetreo y vicios, las personas han aceptado con los brazos abiertos la miseria que les ha sido preparada. Prefieren aferrarse a una cotidianidad estulta y una normalidad nauseabunda en lugar de intentar descubrir nuevos horizontes.

Tales eran los pensamientos que Mendelsen y Paladyx compartieron aquella tarde mientras consumían lo que ellos denominaban las sustancias divinas. Y, aunque el excelente músico estaba plenamente enamorado de la joven clarividente y maga, ella solo recordó, durante el resto de la tarde, esos labios inefables que tanto añoraba saborear nuevamente. Al fin, se recostó en el pasto mientras Mendelsen tocaba algo de sus sublimes composiciones. Y, sumida en un estupor reconfortante mientras sus pupilas se dilataban y su ritmo cardiaco disminuía, imaginaba que Lezhtik era el origen de todas las distorsiones y desvaríos que podía concebir en su estado alterado. En el fondo, creía que lo amaba, aunque no entendiera muy bien el significado de tal expresión.

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Libro: La Cúspide del Adoctrinamiento


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