Capítulo XXI (EIGS)

Percibí que comenzaba a llover intensamente, estaba empapado y con los labios sangrando por alguna razón desconocida. De hecho, vomité tres veces antes de poder sostenerme en pie. Noté que mi sangre apestaba a muerte, y supe que hoy sería el gran día. La calle estaba solitaria, solo yo y mi libertad quedaban ahí. No había otro modo, por más que lo quisiese. Éste era el único camino para un desdichado como yo, alguien que nunca pudo sentirse identificado con su propia esencia. Sin duda, era demasiado joven, pero estaba tan cansado y asqueado que incluso me parecía que había vivido de más.

Jamás antes había absorbido este vacío, esta intensidad con que la bestia jalaba, desatada e imposible de controlar. Comencé a caminar sin rumbo, o eso creía en mi abstracción. De pronto, sentí el impulso de correr, como perseguido por un torbellino. Entonces corrí demencialmente, sabía que me alejaba de la vida y era, tal vez, lo más cerca que podía haber estado de la felicidad. En parte pensaba que había llegado el momento, intentaba convencerme de que merecía lo que tanto añoraba y de lo cual me sentí indigno durante tantos días. Pero hoy todo estaba claro, ya la vida era imposible de matizar con algún otro intento de proyección esquizofrénica y desesperada. Mientras corría y la tormenta ensangrentada me arropaba, presencié lo último, el desenlace de todo lo que había sido y sería.

Ya nada importaba, pues después de esto sería al fin, alcanzaría el vacío y atisbaría el destino imposible. No dejé de correr, incluso cuando ya no sentía los pies. Esta última y desenfrenada carrera era un impulso obsceno como toda mi vida. Cuando miré atrás por última vez comprobé que el torbellino desprendía infinidad de formas, tan variadas como las que poseía el ser supremo de la pintura prohibida de Elizabeth. Ahí, entre sentimientos y emociones amalgamadas con lo que se conocía como OM, noté el fuego que en algunas miradas indicaba el fin. Todo se marchitaba, todo estaba condenado a la soledad y a la desaparición, era un principio vital de lo intangible. Pude verme a mí mismo en todas las situaciones y momentos de mi existencia, experimentando toda clase de estados y de contradicciones.

Me agite estrepitosamente, podía presenciar mi nacimiento, mis primeros años, la ternura con que mis padres me habían criado. Estaban los primeros logros, los elogios de las personas diciendo que era un niño inteligente y que me esperaba un gran destino. Vivencias amargas y felices, incluso desconocidas e imperdonables, todo estaba ahí girando en torno al origen del torbellino. Observé a la jovencita que me gustaba en la secundaria y rememoré cómo había sido sentir atracción por vez primera. Vinieron a mí todas las tardes jugando fútbol en aquel callejón donde solía vivir, los paseos con mi familia y la emoción de convertirme en joven y adulto, aunque ahora fuese horrible. Sobre todo, estaba mi casa, el lugar en donde había crecido y que tantos problemas nos había traído posteriormente.

Veía a mi perro, el que murió sin cuidados, apestoso y mugroso, maldecido por todos, pero que siempre se había mantenido con firmeza pese a los cambios. Y estaban todos los momentos, todas las personas que conocí y que creí reales, también las que no lo eran. A todas ellas, por muy mínimo periodo que las hubiera tratado, les correspondía una parte de mi camino, como si quisieran anunciar un mensaje imposible de comprender en la condición terrenal. Me aterraba saber la parca felicidad que había gozado en mi niñez y en mi adolescencia, siempre al cuidado de mis padres, a los cuáles indudablemente jamás podría ofrecerles mucho más que miseria y agonía con mis actitudes. Por más que lo intentaba, siempre terminaba lastimándolos con mis ideas, contrarias a la forma en que me habían educado. Los quería y los detestaba, pero ya en verdad que no importaba.

El torbellino se intensificaba a cada instante, aceleraba su marcha y parecía presionar con mayor fuerza. Ahora podía ver en su interior mis últimos años, mi evidente desapego del mundo, la soledad en la que me refugiaba ante los sucesos hirientes de la existencia absurda. Tantos profesores, compañeros de clase, lecciones, ciencia, creencias y humanidad. Pero sabía que, pese a todo, el dinero siempre mandaba, aunado con la estupidez. Todo me era superfluo, sin sabor y sin sentido. No entendía cómo es que no había decidido poner fin a mi vida muchos años atrás. La pseudorealidad creaba dependencia y adicción, por ello las personas sentían que la vida importaba y lloraban penosamente ante la muerte. Ciertamente, ésta última denotaba la única realidad ante la cual todo rastro de humanidad se desvanecía. Y el impulso del torbellino era esta hermosa y elevada palabra, la cual se imponía ante cualquier obstáculo en mi único sendero. Pude observar también los libros que había leído, los comienzos y los finales de todos mis días, las tareas hechas y una muy especial caja que se abrió desplegando dos misteriosos humanos muy parecidos a mí en cuanto a su forma física.

La lluvia se empecinaba y el cielo crujía, sabía que en cualquier momento llegaría el rugido final. Los truenos y los relámpagos hicieron acto de presencia y yo no dejaba de correr, ni siquiera podía mirar hacia dónde me dirigía. En la primera forma proyectada que era yo estaba el amor, ese incierto tesoro que se convertía en perdición tan pronto se poseía. La magia del amor residía en eso justamente, en la libertad y la mera contemplación, no en la posesión y la seguridad. La incertidumbre dotaba al amor de una extraña naturaleza capaz de perturbar a cualquier tonto que se entregara a sus fauces. Y yo veía a todas las mujeres que me habían gustado, a todas las que había besado y tocado, abrazado y rechazado, deseado y odiado. A continuación, veía a Isis, también a Elizabeth, pero uniéndose y escindiéndose intermitentemente, atascadas de un miasma cromático que daba paso a paisajes familiares. Principalmente, observaba el calabozo que tanto aborrecía y el ruido asqueroso que me fastidiaba. Recordaba el sol que siempre me ocasionaba sensaciones raras y ominosas, la cuesta arriba, la gran pendiente y la cara del joven suicida. Algo me indicaba que en todo ello había una fragancia esculpida de amor que necesitaba y que, de otro modo, no hubiera podido alcanzar. Me ufanaba al manipular las visiones, reales o falsas, de esto que ya casi finalizaba.

Y ahí, en esa casa execrable y ahíta de ruido y malestar, de pesadumbre y destinos encontrados, me hallaba yo masturbándome con pornografía e incapaz de controlar mis impulsos, entablando conversaciones sexuales con mujeres desconocidas y siendo un esclavo de la pseudorealidad. Luego atisbaba únicamente a Isis, nuestro encuentro, nuestro primer beso, nuestra historia y todo lo que llegamos a sentir, todas esas sensaciones que me elevaban hasta el infinito. Pero también estaban la desolación y la amargura de nuestro rompimiento, de la inevitable perdición del amor, del innegable fin. La veía primero pura y etérea, luego depravada y en medio de patibularias orgías con ancianos negros y fétidos. Mi mente la presentaba con dos caras, una lloraba y la otra reía, una era ella y la otra era yo.

Me sentía miserable al percatarme de la caída que sufría el humano cuando el único sentimiento que lo alejaba de su banalidad se extinguía sin que se pudiese hacer lo más mínimo. Y, al fin y al cabo, en el centro del torbellino, que era solo caos, estaba Elizabeth, presentando todas sus pinturas como matices del alma, como símbolos de cada momento en mi existencia; particularmente la última, la que coronaba el paroxismo de la locura. Sus ojos fugaces y sus cabellos pelirrojos me estremecían, su relación y la mía con aquel escritor suicida, su decadencia y su fin como prostituta la marcaban con el sello de los rebeldes. Rememoraba aquel último beso, tan cálido y placentero como el de Isis, pero tan fugaz y efímero como el amor humano.

En la otra forma emergida y ahora sustancial estaba yo, pero compuesto por otros fragmentos de mi esencia más oculta. Ahí pude ver a Mandreriz, a Natzi, al profesor G, a Heplomt, a Gulphil, a Brohsef, a aquel misterioso ser que se proclamaba dios, a Isis nuevamente y a Elizabeth. Me observé plenamente como jamás lo había hecho. No era mi cuerpo lo que percibía, sino algo más allá, algo que me parecía era el espíritu. Sus colores y sonidos eran infinitos, igual que sus formas. Era como la pintura mejor realizada alguna vez por el más quimérico soñador. En sus contornos me sugería que yo mismo pertenecía a la eternidad, aunque en este pestañeo llamado vida me sintiese tan miserable. Comprendí que mis razonamientos pasados eran ciertos, que sí estaba loco, pero que aquellas imágenes eran tan reales como yo lo quisiese. Al fin y al cabo, ¿qué diferencia había entre los sueños, la pseudorealidad, la vida, la existencia, el bien y el mal, lo absurdo, lo efímero y, sobre todo, el amor? Todo era un conjunto de fantasías cuya convergencia era infinito dolor y sempiterna tristeza. En cambio, la sublimidad solo exigía una sola cosa: la muerte para ser libre.

Al fin me detuve, el torbellino había desaparecido y me hallaba frente a un monumento cuya cima no alcanzaba a visualizar. Era un edificio gigantesco y con una estructura piramidal temible, demasiado lujosa, pero con apariencia de un hospital psiquiátrico, pues era tétrico y oscuro. En cuanto entré noté que estaba abandonado y también sentí que la lluvia me había purificado, pero a la vez había lastimado mi condición de entidad viviente. El traje de humano que durante tantos años me había atado a este mundo ya casi estaba por sucumbir. Noté que en un rincón había una puerta, así que la abrí y fueron las escaleras las que me hipnotizaron para jamás devolverme al mundo. No recuerdo bien cuántos pisos subí, pues sentía que los pies me sangraban, pero proseguía, como impulsado por una fuerza descomunal. Recorría los escalones en forma de espiral que me acercaban a la cima del edificio sin saber por qué o cómo. La lluvia había cesado, ya no escuchaba su triste caída; de hecho, ya no sentía nada, ni dolor ni angustia ni desesperación ni miedo. Todo se había diluido y solo restaba una cosa por hacer.

Me pareció eterno el ascenso, como si cada escalón absorbiera los últimos resquicios de mi vitalidad. Una vez en la cima pensaba que había alcanzado el cielo, pero solo lo observaba grisáceo y alejado de mi miseria. Un ser como yo, tan diminuto, incluso con supuestos ideales diferentes, terminaba por reducirse a la nada, al sinsentido de la existencia que tanto disgusto me producía y del que no lograba escapar, hasta ahora. Permanecí un momento en el techo, sintiéndome firme en mi postura de abandonar la vida, pero reflexionando todavía. En aquel instante seguramente mis padres ya estarían como locos, más que yo, buscándome por todas partes y llamándome. Ya todos mis compañeros estarían recibiendo sus papeles, gustosos y prestos para celebrar, dispuestos a continuar viviendo, aunque fuese de la forma más estúpida y absurda. Todo el mundo seguiría igual, nada habría cambiado el día de mañana, pues el humano adoraba su esclavitud tanto como su vida, supeditada y alimentada por la pseudorealidad que estaba en todo. Pero yo no estaría ahí, como no había estado festejando mi graduación hace unos minutos.

Sabía que había decidido alejarme y optar por el único camino posible. Pero ¿acaso importaba algo? ¿Qué era mi existencia en todo el posible multiverso? Vivir o morir era exactamente lo mismo. Seguiría habiendo guerras, drogas, mujeres violadas, niños hambrientos, obreros explotados, banqueros desquiciados, agendas ocultas, manipulación mediática, pornografía, prostitución, religiones lavadoras de cerebro, adoctrinamiento, moldeamiento en las escuelas, asaltos, extorsiones, injusticia, hipocresía y estupidez. Las personas continuarían sus rutinarias vidas sin pensar jamás que su supuesta civilización estaba hecha trizas desde hace mucho. Y, aunque quisiera no ver solo el lado negativo, trágico y pesimista de la existencia, me era imposible atisbar la otra cara sabiendo todo lo anterior. ¿Qué humano sensato, medianamente racional y con sentido común ligeramente desarrollado apreciaría la vida en tales circunstancias? ¿Cómo es que los monos parlantes desdeñaban tanto la muerte si ésta era la única verdad a la que se podía aspirar en este banal y nauseabundo infierno?

No sé cómo, pero ni siquiera me percaté cuando, de pronto, al mirar hacia el suelo, me hallaba en la orilla del edificio, con un pie en la orilla. Un vértigo terrible me invadió y todo se estremeció, mi corazón estaba a punto de salirse y mi cabeza de estallar. Al fin estaba postrado en el sitio que me liberaría de esta existencia vacía y falaz. Recordé aquel beso con Isis, aquella magnificencia tan pura, pero también sabía que jamás llegaría a sentir algo así nuevamente. Pobres de mis padres, seguramente estarían desconsolados dentro de poco. ¿Qué más daba? ¿Acaso importaba ahora? En tanto que seguía pensando por pura intuición, uno de mis pies luchaba por despegarse del pavimento.

Escuché entonces un tenue sonido detrás, y al virar atisbé a la rana que se había convertido en sangre oscura. Me miraba con sus ojos, cual ventanas de la eternidad, y era portadora de la redención. Sus colores habían cambiado en demasía y su aspecto me intimidaba. No dejaba de contemplarme, hasta que hice lo más sagrado del mundo. Fue lentamente, primero un pasito, luego se levantaba el talón para ser seguido por la planta y los dedos. Uno de mis pies flotaba en el aire, en el vacío. Cuando dejé de mirar a la rana multicolor, en mi cabeza apareció la imagen de Elizabeth, y sentí el deseo de besarla como hacía unos instantes. Aún sentía, pese a que afirmaba lo contrario. ¿Cómo podía estar tan vacío y, aun así, sentir? ¿Acaso la muerte era un sentimiento también, el más intrincado y supremo? ¿Es que seguía siendo humano, demasiado humano?

¿Por qué diablos había vivido? Esa era la cuestión que jamás comprendería mientras estuviese vivo. En tantas ocasiones me sentía forzado y arrinconado a vivir sin desearlo en lo más mínimo. ¿Es que acaso se elegía venir a este infierno? ¿Con qué propósito? ¿Para qué tanto sufrimiento y desdicha? Cualquier justificación me parecía insuficiente, incluso las más místicas, filosóficas y teosóficas explicaciones terminaban por carecer de una absoluta certeza. No obstante, ese era, creía yo, el más absurdo y a la vez grandioso misterio. Tal vez solo había optado por el camino más fácil y rápido, o probablemente este era mi destino. Y, si así era, entonces ¡qué contradictorio resultaba el más inefable concepto de lo que significaba vivir! Me cuestionaba por qué no había muerto en aquel accidente cuando fui golpeado por el automóvil, por qué tenía que experimentar esto. En todo caso, destino y casualidad se fundían, y nuestro libre albedrío era una cómica entidad solamente.

Al borde del delirio entendía que la vida, con toda su extravagante alharaca, no valía la pena de ser vivida. Durante mi caída todo se empañaría, ni el cielo ni el infierno me aguardaban. Las palpitaciones y las sensaciones se desataron como nunca, con una fuerza y magnitud infinitamente mayores que las causadas por el amor, la supuesta fuerza más embriagante. Todavía un universo de pensamientos perturbó mi mente al embotarme con fragancias suculentas y enervantes, recalcitrantes y coloridas sobremanera. Las lágrimas emanaban sin cesar, presintiendo que ya serían las últimas que alguna vez vertería sobre este mundo. Finalmente, el triste poeta escribía su último fragmento, retocaba perfectamente su última composición.

Me observaba a mí mismo regresando de la escuela, siempre cuesta arriba, con aquella pesada mochila y siendo atormentado por el sol, deslumbrado por la rareza de una existencia malsana. Pensaba en Isis, en Elizabeth y en los espejismos que habitaban mi ser. También en mis padres, en la vida que supuestamente me habían concedido, y en lo rebasado que había sido por la pseudorealidad. Aquellos dos seres que me habían traído al mundo ahora tendrían que asistir no a mi graduación, como esperaban gustosos, sino a mi lúgubre funeral, pensando en mí como un miserable ser. ¡Cuántos recuerdos todavía guardaba! ¡Cuánto dolor experimentaba al borde del fin que tanto se postergaba! Pensaba que debía de doler, que tenía que ser así, pero no creía poder resistirlo si iba más allá de lo físico.

Ya nada podía hacer para cambiar las cosas, mi símbolo siempre había sido fenecer joven. En breve, todo desaparecería, al fin la flama titubeante se apagaría en las sombras de una existencia sin sentido. Pero, incluso en estos momentos lóbregos y decadentes, seguía rechazando al mundo, a dios y a la humanidad que en mí estaba por sucumbir. Incluso ahora pensaba en cuántas cosas había vivido y que había reído, llorado, amado, soñado, cuestionado, herido, creído, odiado, despreciado, adorado, detestado y experimentado lo que se llamaba ilusamente vida. Sin embargo, me había desilusionado demasiado pronto al percatarme de que no pertenecía al mundo donde todos parecían regresar tantas veces.

Mi existencia había sido triste, aciaga, desesperante y voluble. Pero ¿cuántas cosas recordaba y por qué? ¿Cómo es que un dolor así podía ser ocasionado por el pasado? Y se mezclaba con el futuro vertiginosamente como si todos los mundos, las imágenes y los pensamientos fueran uno solo. ¿Cuántas cosas quedarían sin decir? ¿Cuántas cosas quedarían por hacer? ¿Cuántos días más quedarían por vivir y soportar? ¿Cuántas personas, sucesos, momentos y eventos residían en destinos que ya no podrían pertenecerme? ¿Cuántas ilusiones, besos, destellos de felicidad y elementos de la pseudorealidad quedarían por experimentar? Pero en verdad no podía seguir más, la vida se había tornado en mi mayor pesar. Durante la caída todo lo que observase en el remolino se haría patente y me envolvería en una atmósfera de especulación. Mis cuestionamientos solo contribuían a incrementar la burla que había labrado con mi existencia infinitamente carente de sentido.

Colegía que ni siquiera sentiría el golpe, suponiendo que sería por la altura, o por la indiferencia que había mostrado ante tal acción. Y, mientras todos festejaban, mientras mis padres me buscaban, mientras Isis participaba en indecibles bacanales, mientras Elizabeth se corrompía y sus lienzos denotaban los espejos de mis imágenes, mientras la vida proseguía tan vacía y fúnebre, en aquel solitario sitio yacería lo que quedaba de mí. Aunque ya no sería más yo, ya jamás volvería a mí, sino que sería solo un cuerpo esparcido en el suelo. El cielo rugió como nunca y eso fue lo último que escuché antes de consumar la verdad. Ahora sí era el fin de mi ser, ya no habría ninguna otra oportunidad, y no la quería ni la necesitaba. No logré jamás entender el significado de la existencia, pero ya no importaba, pues partiría para siempre hacia lo insólito.

En el instante en que sintiera el desprendimiento, perdería todo contacto con mis actos, ya habría llegado el momento de la máxima algarabía. Pero estaba al fin feliz, eso era lo que había anhelado, aquello por lo que vivía. Así había sido desde que la pseudorealidad me escupió de sus entrañas: vivía únicamente por este sagrado instante donde la sublimidad me haría libre. Sabía que debía vivir para morir, pero morir para evolucionar en el galáctico y espiritual sendero de la sublimidad. Nunca supe por qué, pero había existido tan solo para descubrir que la vida era un triste desperdicio en donde la única salida, la primordial libertad y la inmortal esencia, como era fehaciente para los locos, estaba simbolizada en la muerte. Ahora yo era digno de ella como nunca más lo sería, ahí radicaba la última comprensión de la separación eterna y del momento menos absurdo en mi parábola. Cualquier otra transformación me habría sido insuficiente, todo cuánto alguna vez fue y sería quedaba aplastado por mi sempiterna muerte.

Eso fue lo que elucubré superfluamente antes de deslizar el otro pie, mirando con sorpresiva ansiedad lo lejos que me hallaba del suelo, en donde muy pronto yacerían mis restos. Podría decirse que había perdido el equilibrio, aunque creía que se podía elegir. Solo un momentáneo fragmento de tiempo irreal me sentí suspendido entre el bien y el mal, el ruido y el silencio, el desierto helado y la divinidad demoniaca hermafrodita cuyos ojos ahora se revelaban mientras imaginaba en múltiples destellos iridiscentes que caía al vacío. Aquellos ojos centelleantes de inefable tono púrpura eran los mismos ojos que poseía Isis, y también Elizabeth si cambiaba la perspectiva. Estaría, en cuestión de milésimas de segundo, cayendo vertiginosamente. Me habría arrojado y después de aquellos segundos que para mí durarían eternamente, mucho más que toda mi vida, me habría desvanecido para siempre.

Así fue como ocurrió lo absolutamente inevitable, pero tan sutil fue el deleite que ni siquiera pude pensar en el dolor que experimentaría al estrellarme contra algo más allá del suelo infernal donde tantas ocasiones había caminado, tan delirante y pensativo. Me arrojé y entré en una extraña paradoja, pues entre más rápido y cerca me parecía mi llegada al suelo, más lenta y lejanamente veía mi libertad. Estaba decidido y quebrado hasta el final de cualquier mundo o tiempo. Fue como si nunca hubiese vivido, y también como si nunca hubiese muerto. Cualquier cosa era efímera, en todo caso. Finalmente, la vida no era algo valioso, era algo insulso y absurdo, algo que no valía la pena llevar a cabo y cuya vivencia me había asqueado hasta el punto de lo que ahora hacía.

Fui consciente todavía por unos breves instantes, que me parecieron eternos, pero esperaba que se detuviera mi corazón y que el golpe no me lastimara tanto, no como la existencia nauseabunda que había soportado. A lo lejos, sabía que Isis y Elizabeth ya no me besarían más, aunque las amase de maneras tan diversas y humanas. Pero incluso el dolor que todos sentirían sería secundario, y en nada me afectaría, así como tampoco nada de lo que aconteciese en eras venideras en este lamentable mundo sería relevante. Sabía que nada había sido importante, y después de esto solo la vil absurdidad me aguardaba en el túnel. Este era el único final al que siempre estuve destinado, y que ahora me absorbía suavemente hacia sus entrañas. Sabía, finalmente, que la humanidad entera no eran sino una estupidez y una porquería. Y yo, por desgracia, había sido parte de ella, pero ya no más.

Era lo más inefable de mi existencia, lo que siempre quise, lo único que amé. Tan solo un sonido fue el que de mi ser escapó, el último que proferiría alguna vez, y cuyo eco resonaría inequívoca e inevitablemente en aquellos que casualmente contemplasen mi caída, aunque no fuesen sino espejismos de mi alienada esencia. Entre la ensangrentada lluvia solo la soledad reinaba, y yo me difuminaba en la poesía más siniestra y el arte más sublime. Tan solo restaba que se consumara la última sentencia, la más inmaculada, una más allá del bien y el mal. Ese último sonido tan característico del vacío que rasgaba mi alma, y que eternizaba el infinito desvarío era un grito. Sí, se trataba de un grito horrible y liberador, escandaloso y eviterno. Ese era, pues, mi yo final extinguiéndose para siempre. Lo último de mí que en el aire se desvanecía era el melódico grito que siempre añoré proferir, pero que por tanto tiempo guardé: el inefable grito del suicidio.

FIN

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Libro: El Inefable Grito del Suicidio


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