Capítulo XXIII (EEM)

Me dolía la cabeza como siempre, era aquel maldito dolor que había llegado misteriosamente y que parecía no desaparecer nunca. Eran sensaciones muy extrañas, como si tuviera unas agujas no físicas atravesando mi cerebro, como si trajera un casco que cada vez generaba más presión. Todo era absurdo, todo era incierto. ¡Cómo me molestaba no tener un punto de partida, pues al menos así podría intentar algo! Pero no, mi naturaleza era el caos más absurdo y la depresión más sórdida. Bajé a mi departamento y escuché gritos provenientes del tercer piso. Seguramente Akriza debía estar discutiendo con su marido. Intenté leer un relato de mis favoritos llamado El último verano de Klingsor de Herman Hesse, pero sin éxito. En mi cabeza, no conseguía sacar la sonrisa de aquella acendrada mujer con la que tan misteriosamente me había entendido.

–Te he dicho miles de veces que las camisas no se planchan de esta manera, ¿por qué no entiendes, maldita perra malparida? –vociferaba la horrible voz del señor Golpin.

–No sé, juro que la planché como tú querías… –suplicaba la voz de Akriza.

–¡Déjala, ya no le pegues! ¡Por favor, déjala!

–Cállate, miserable perrilla bastarda. Apuesto a que te has vuelto igual de zorra que tu madre, ¿no es así? Vamos, Akriza, dime si tu hija es igual de puta que tú.

–Ella no tiene nada que ver en esto. ¿Por qué siempre te ensañas con ella? Deberías de mirarte en el espejo una sola vez, no solo estás ebrio, sino también drogado.

–¡En efecto, zorra! Me ensaño con ella porque me da mi gana. Y sí, ¡estoy ebrio y drogado porque así me siento vivo! Además, tú me tiraste las agujas, mismas que también te servían para tus momentos de delirio narcótico y sexual. No se me olvida que cuando te metes heroína te encanta chuparles el ano a los ancianos.

–¡Cállate, no tienes ningún derecho a revelar mis secretos! Yo no digo nada cuando cada noche traes aquí a esas obesas taiboleras y me obligas a mirar cómo te las follas, además de maltratarme y hacerme su esclava sexual.

–Pero ¡bien que te gusta! De otra manera, ¿no te habrías largado desde hace tiempo con alguno de tus numerosos amantes? O ¿qué? ¿Crees acaso que no sé qué te has revolcado con casi todos en la ciudad a cambio de dinero y alimento?

–¡Sí, dinero y alimento es lo que no me puedes dar tú! Solo te interesa tomar, drogarte, pegarme y sodomizarme.

–Pero ¡te doy tu vicio: la heroína! ¿No es eso más que suficiente, mujer vil y asquerosa? ¡Mírate esa boquita: está toda contaminada de herpes! Solamente dios sabe a qué clase de hombres se las has chupado, y sin protección. Por eso ya no te la meto, porque debes tener infinitos chancros y hasta mutaciones insospechadas de VIH.

–¡Infame! ¿Cómo te atreves a injuriarme de esa manera frente a nuestra hija?

–¿Nuestra? Que yo recuerde, es solo tuya. Además, me debes todo en la vida. Si no fuera por mí, seguirías en esa casa de muñecas, siendo follada una y otra vez por ancianos adinerados ante los cuáles te rebajabas y cometías toda clase de asquerosidades de las cuales no quiero hablar. Yo solo te hallé por casualidad y me gustó tu cara bonita, aunque en ese entonces ya tenías ese maldito herpes.

–Antes por lo menos tolerabas besarme, ahora ya no me tocas jamás. Lo único que disfrutas es batirme de semen los pezones, golpearme y hacerme partícipe de tus actos orgiásticos. ¿Por qué no me has cogido como si fuese tu esposa?

–Lo eres, yo sé que sí. Es solo que tu belleza me atrae de otro modo, no sé si me explico. Te quiero para lucirte ante la familia, para que la gente me mire contigo los domingos por la mañana y piense que somos una bonita pareja. Sin embargo, sexualmente no me ofreces nada, eres demasiado pasiva. Te encanta comer excremento de taiboleras obesas, ser golpeada y humillada, contemplar cómo me tiro a otras en tu cara y vengarte entregándote a cualquier pelagatos con sífilis. Pero dime ¿qué placer hallaría en ti además de eso? No negaré que tienes los ojos más hermosos de este mundo y la boquita más tierna y sensual, pero con ese herpes no quiero besarte nunca más. Deberías atenderte, eres una loca enferma y me perturbas.

–¿Yo una loca enferma? ¡Por favor, tú eres el menos indicado para decir eso! Cuando acepté venir a vivir contigo estaba preñada y me cogías a toda hora, viniéndote adentro y haciéndome vomitar en tu pene para luego mamarlo de nuevo. Además, en ese entonces ya tenía herpes y me besabas más que nunca, ¡perro infeliz!

–Bueno, bueno. Todo esto comenzó por una maldita camisa mal planchada. No veo por qué hemos de discutir tanto. Dime ¿dónde colocaste las agujas y la heroína?

–Las tiré. Jicari estaba jugando con ellas y decidí que no era bueno para ella.

–¿Qué dices? No cabe la menor duda de que eres una vil puta, y la más estúpida. ¿Por qué hiciste esa tontería? Sabes que yo me inyecto tres veces al día, necesito esa mierda o sino…

–Sino ¿qué? ¿Te dará síndrome de abstinencia? Pues es lo mismo por lo que yo pasé cuando me negaste el LSD recién acepté vivir contigo.

–Eres más animal de lo que pensaba, mujerzuela. ¿Sabes? Me das lástima, Akriza. Pensé que había elegido casarme con una puta inteligente, pero solo eres una bastarda con la vagina bien abierta. ¡Si te prohibí consumir LSD fue porque estabas embarazada, estúpida! ¡Ahora puedes meterte todo lo que desees, me importa un cuerno! Lo que no puedo aceptar es que hayas tirado mi heroína. Tendré que comprar más, ahora vuelvo…

–Y, de paso, a ver si preguntas cuándo nos tocará el próximo pago. Creo que algunos sospechan de tu puesto como oficinista.

–¿Quiénes sospechan? Ya te dije que el próximo pago será dentro de un mes, sé paciente. Cuando nos metimos en este negocio, sabías las consecuencias.

–Sí, pero entonces consigue un trabajo temporal. No tenemos nada qué comer y tú te gastas las ganancias del día en tus taiboleras y borracheras.

–Las ganancias del día son para mí, puesto que la cocaína solo fue idea mía. Así, puedo hacer lo que quiera con ella, ¡perra barata! Ahora apúrate a hacer el quehacer, que esta casa apesta. Por cierto, hablé con el jefe, parece ser que sí aceptarán a Jicari en la esquina donde acaba de morir la puta venezolana, esa que tenía gonorrea.

–¡De ninguna manera permitiré que mi niña se convierta en una prostituta! ¡Estás demente!

–Pues tú sabrás, yo solo te muestro la salida. Será eso o seguirte acostando con cualquier idiota, lo cual parece fascinarte, no lo dudo. Ahora me largo, tengo asuntos qué atender. Y una cosa más, a esos que sospechan solo chúpales lo mejor que puedas el pito. También plancha mejor mis camisas, ¡criada de mierda!

La conversación terminó y escuché como el señor Golpin bajaba las escaleras y salía del condominio, pese a ser ya de madrugada. Este tipo de querellas eran habituales entre Akriza y su marido, lo que no sabía era si estaban locos o era verdad lo que decían. Yo, sin embargo, lo escuchaba todo siempre, hasta cuando Akriza lloraba y se rajaba los brazos. Había tenido ocasión de comprobarlo al mirarla una ocasión en que no cruzaba los brazos y observar las atroces cicatrices que inundaban su piel pálida. A continuación del señor Golpin alguien más bajó la escalera. No pude discernir si se trataba de Akriza o de Jicari, así que esperé para confirmar mis sospechas.

Ni siquiera me puse playera, juzgué oportuno salir tal y como estaba. Para mi mayor decepción era Jicari, quien estaba tirada en los escalones, con la mirada perdida y el semblante atrofiado. La pobre niña había sido, indudablemente, golpeada y violada por su padre, quien, por la agitada voz y el tono impulsivo y déspota, estaría seguramente ahogado en alcohol. Quise sentir algo, tal vez compasión por aquella miserable criatura, pero me fue imposible. Las únicas emociones que ligeramente significaban algo, no solo para mí, sino para toda la raza humana, eran aquellas procedentes de los vicios y las depravaciones. Sí, solo ese tipo de actos totalmente ignominiosos y que la mayoría rechazaba por hipocresía y falsedad, que rompían con los esquemas impuestos y quebrantaban los valores y principios heredados, eran los que aún hacían sentir vivo a un ser como yo.

Constantemente era mal visto el aborto, el asesinato, el parricidio, el matricidio, el ateísmo, el alcoholismo, la drogadicción, el tabaquismo, el robo, la prostitución, la pornografía, entre muchas otras cosas, pero realmente ¿cómo se podía diferenciar qué era bueno y qué malo más allá de lo que se nos había enseñado desde nuestro nacimiento? ¿No era, en todo caso, simple cuestión de percepción lo que se consideraba bueno o malvado? ¿No era un asunto de posición? Lo que era adecuado para unos, sería seguramente perjudicial para otros. El bien común era una quimera tan risible y estúpida como todos los dioses y religiones, como cualquier supuesta virtud que se adjudicaba a una babel de monos cuyos únicos fines eran fornicar y envilecerse.

Por ende, pasé de largo haciendo caso omiso a las lágrimas de la niña que consideraba la única criatura en el mundo que podía entender mi sufrimiento. Sin embargo, si ella entendía el mío, ¿estaba yo obligado a entrometerme en el suyo? Desde luego que no, y siendo así me retiré. Noté que escurría sangre de entre sus piernas, aunque dudé que fuera virgen hasta esa noche teniendo como padre a un depravado como el señor Golpin. En fin, la dejé ahí y subí apresuradamente hasta alcanzar el piso donde sobrevivía Akriza, aquella mujer que escandalizaba mis pasiones más carnales. Una vez ahí, me detuve unos momentos para inspeccionar el escenario, pues la puerta se hallaba entreabierta. Inmensa fue mi sorpresa al vislumbrar a Akriza toda batida de mierda y en un estado tal de excitación que mi pito se puso tan rígido como el cemento.

Y es que la pobre mujer tenía los ojos en blanco y se entregaba bestialmente a sus propios extravíos, pues toda su ropa, aquel vestidito negro de flores tan bonito, se hallaba corrompido por el excremento. Además, lo saboreaba con tal finura, chupaba cada uno de sus dedos mientras los de su otra mano se introducían brutalmente en su vagina. Lo que más me encantó fue su rostro: estaba rodeado por una silueta graciosa e infecta del desperdicio que parecía más viscoso que el resto. Por unos instantes dudé si debía introducirme viendo a Akriza en tales goces, pero decidí que sería mejor solo usar la voz sin asomarme de nuevo.

–Hola, ¿todo bien? –empecé diciendo–. Escuché unos gritos hace un rato y quise subir para ver qué ocurría. ¿Necesitas algo?

Tal fue el estrépito que mi saludo ocasionó que claramente Akriza debió haber sentido que se le paraba el corazón, pues, exactamente cuando sus ojos hermosos y tristes se dirigieron hacia el filo de la puerta, me hice a un lado y fingí no saber qué pasaba dentro.

–¿Quién es? ¿Quién me busca? –inquirió con voz trémula la vil escatófila–. No puedo atenderlo ahora, si fuera tan amable de volver más tarde.

–Soy yo, su vecino del segundo piso. Estuve hace unos minutos con usted en la azotea, lavando ropa. ¿Puedo ver que todo esté bien?

–¡No, por dios! –replicó alterándose–. No me figuraba que fueras tú, ¿por qué has venido a estas horas? ¿Acaso nunca duermes?

–Duermo poco, me gusta estar alerta. Además, no podía hacerlo con todo ese griterío. Voy a entrar…

–¡No, te lo ruego! En unos minutos te atiendo…

Entonces observé, de nuevo por el filo y con una cautela inverosímil, cómo Akriza se apresuraba a cambiarse el vestido y a limpiarse toda la mierda que tenía untada en el rostro y las manos. También se enjuagó las manos y se perfumó bastante. Cuando al fin terminó, convencida de que mi intromisión sería breve, me recibió con una coqueta sonrisa.

–Pasa, discúlpame. Es que no esperaba que alguien viniera a estas horas.

–No importa, espero no importunarte. Pero ¿qué ha pasado aquí? ¿Por qué se escuchaba tal algarabía? Luces un poco… extraña.

–No le des importancia. Lo que pasa es que mi marido tiene gustos extraños. Creo que ya los sospecharás, o tal vez Jicari te haya hablado un poco de ello. Yo no puedo dejarlo, me necesita, ¡me ama! –concluyó como una loca paranoica.

–Bueno, supongo que sí, pero ¿qué clase de amor es el que tiene hacia ti?

–No importa, el que sea –respondió, tornándose adusta–. Incluso, si fuera el peor hombre en este mundo, yo, aun así, ¡estaría a su lado!

–¿Por qué? ¿Qué te liga a él? ¿Por qué permanecer así?

Sin saberlo, estaba orillando la conversación hacia los intereses que me convenían. Inconscientemente, no podía evitar desear a Akriza, incluso más ahora que antes. Aquella puta no solo fornicaba con los peores calaveras del barrio, no solo era adicta a las vergas de los más asquerosos ancianos, no solo se prostituía más para satisfacer su necesidad de coger más que para alimentar a una hija que odiaba y que la había unido a aquel crápula, sino que, en el fondo, lo más avasallante era que se trataba de una embriagante tragadora de mierda. Esto hacía que mi miembro quisiera explotar y que me costase mucho mantenerme de pie. Siendo así y sin esperar invitación, fui y me acomodé en uno de los sillones. Akriza me siguió con celeridad.

–Ya te lo dije, porque lo amo. Él significa todo para mí. Es como una deidad.

–¿Aunque te trate como la peor basura? –cuestioné impulsivamente, llevado más por el desenfreno que por la razón, lo cual me valió una jodida bofetada.

–¡No te permito que me hables así! Tú no tienes idea de lo que pasa entre nosotros, aquí en esta sala, y, si acaso Jicari se ha atrevido a contarte más de lo que debía…

–No te preocupes, ella no me ha hablado sobre esos asuntos. Nuestras pláticas son muy superficiales en realidad –mentí–. Pero no entiendo, ¿es que acaso se puede amar a aquel que expresa un sentimiento totalmente opuesto?

–No siempre es así. Lo que quiero decir es que en ocasiones uno ama sin saberlo, o es incapaz de expresarlo. De hecho, ahora que lo pienso, es bastante común. Tal vez sea, inclusive, la única forma en que puedan amarse las personas.

–Siento que ambos tenemos la misma perspectiva, solo que hemos llegado a ella desde caminos distintos. Yo creo que, al igual que todas las demás mentiras que nos han sido inculcadas desde el nacimiento para que aceptemos la miserable existencia humana sin cuestionar ni rechazar los sórdidos delirios de una infecta sociedad, el amor cumple con una función similar. Ahora bien, ¿qué otra relación puede esperarse de dos personas, independientemente de su sexo, que no sea la fornicación? Es una quimera fingir que se busca algo distinto, pues está en nuestra naturaleza, es parte inmanente de nuestra esencia vil el querer poseer carnalmente cuanto nos rodea. Sin embargo, una vez satisfechos estos deseos sexuales, no existe ningún motivo para que se permanezca en compañía del humano que tan bien nos ha servido para ello. El deseo sexual es tan poderoso que seguramente no ha existido un solo ser que se haya resistido a él. Es una fantasía seguir ciertos principios de abstinencia enseñados por falsas doctrinas o por ladrones que se han hecho pasar por mesías. En realidad, no existe otro motivo para el cual estemos en este mundo sino el de fornicar. Esto último aún no lo quiero aceptar, y tal vez por ello sufro en demasía día con día, pues me parece que la existencia de la raza humana, si queda reducido a ello, lo cual es sumamente probable, carecerá de todo sentido. E, incluso si hubiera algún motivo, terminaría por ser banal debido al modo actual de vida. En resumidas cuentas, amar a una persona es querer tener sexo con ella eternamente. Esa es la percepción que tengo, y cualquier otra me parece absurda, pues el amor, como los humanos han querido orlarlo, toma solo la forma de una blasfemia.

–¿Quién crees que eres? ¿Por qué me dices esto?

–No sé, debo confesarte que no sé quién o qué soy. A veces creo ser mucho más humano que el promedio. Y, en otras, pareciera que me elevo hasta tener ciertos elementos de divinidad.

–Lo sospechaba –musitó Akriza, perforándome con sus ojos preciosos–, eres tan extraño… Entonces es cierto: llevas la marca de la dualidad.

De nuevo aparecía esa palabra, que para mí no tenía un significado más allá de lo mundano. Era curioso que las personas a quienes conociera últimamente debido a las circunstancias más casuales coincidieran con dicho concepto. ¿Qué había en mí, pues, que indicara esta supuesta dualidad? ¿Qué marca más allá de lo terrenal podía percibirse en un sujeto corrompido y desesperado que detestaba la existencia y cuyo único anhelo verdadero era la muerte? Diariamente vivía en el mismo infierno, si es que aún vivía, pues estar vivo o muerto parecía ser exactamente lo mismo para mí. Detestaba a las personas, me fastidiaba escucharlas y mirarlas, o sentirme observado por sus asquerosas miradas. Su olor, su fisonomía, su voz, su estupidez y todo en conjunto me hacía aborrecerlos por completo. ¡Cuán infame era la humanidad! Y ¡cuán absurda y ridícula era la existencia de un mundo como este al que jamás hubiese querido venir! En verdad era patética la forma en que se vivía, siempre persiguiendo materialismo, dinero y placeres. Ciertamente, yo no era diferente, aunque solo consideraba éstos últimos como un escape, nunca como un fin, cosa que los humanos hacían con desesperación.

¡Cómo odiaba salir a la calle y mirar a todas esas odiosas, infectas y adoctrinadas personas, tan imbéciles y miserables como para adjudicarse el derecho de ser la creación de un dios! O para imaginar que ocupaban un lugar privilegiado en el cosmos. ¿Podía concebirse algo más absurdo que este último postulado? La humanidad era miserable, imbécil, decadente y putrefacta desde cualquier perspectiva. Y, evidentemente, no podía ser obra de ningún dios, a menos que este mismo fuese el mayor tirano o el peor aguafiestas que se pudiese pensar. Pero eso era solamente una quimera, pues la verdad más probable es que la humanidad solo fuese un experimento fallido, una errata de la peor calaña, el excremento de la más infame y estúpida naturaleza.

–Parece que piensas muchas cosas –interrumpió Akriza, un tanto turbada.

–¡Ah, sí! A veces me pasa así, y entonces me abstraigo. Pero solo dura unos minutos, nada grave.

–Eso espero, porque comienzas a asustarme. ¿Sabes? eres muy extraño. Primero vienes y entras en mi departamento, pareces preocuparte demasiado por mí, inicias una conversación sin sentido y luego te olvidas de que estoy contigo.

–Lo siento, sí…, es que…, a veces no es culpa mía. Digo, mi cabeza hace cosas extrañas y todo se va al carajo.

–Supongo que es típico en ti, pues tu naturaleza es tan enigmática, tu mirada tan profunda, tu alma tan dual… ¡Eres la clase de sujeto que no podría existir en este mundo!

–¿Tú crees? –inquirí confundido, pues de pronto Akriza había cambiado por completo su actitud, como si fuese otra persona, como si alguien más estuviese ocupando su cuerpo, como si fuese el instrumento del mensajero.

–Sí, pero nos estamos desviando del tema… Lo que quería hacerte comprender es que no todas las personas llevan la marca que tú llevas, es interesante que haya podido conocerte.

–Sigo sin comprender bien de qué marca hablas, Akriza. De pronto, te has tornado demasiado… rara.

–No, tú sabes a la perfección que yo soy como el resto. Tú eres el diferente, eres uno de los marcados y eso te hace peligroso y poderoso. Nosotros, las personas comunes y corrientes, no somos sino unos imbéciles cuya patética existencia es meramente intrascendente y superflua, ¿no es eso lo que piensas? Yo, como toda la humanidad, nos hemos conformado con esta miseria en la cual nos sentimos vivos a pesar de estar muertos en vida. Y tú, tan extraño y dual, tienes toda la verdad: este mundo no tiene ningún sentido, y sus habitantes son las criaturas más pérfidas y horribles, estúpidas y absurdas que puedan haberse imaginado.

–Lo sé, es así como pienso, como razono cuando todo se torna insoportable. Últimamente ni siquiera he sentido deseos de despertar; de hecho, odio tener que comenzar un nuevo día, pues ello implica salir, ver a las personas, soportar sus charlas nauseabundas, tolerar que la existencia haya sido concedida a seres tan infectos y cervales. Lo peor de todo es que esta reflexión siempre me deja sin energías, parece penetrar en mí y vaciarme, aniquilarme una y mil veces para comenzar el ciclo de nuevo. Entonces llego a este maldito condominio y me tiro en mi cama, con la mente en blanco y a la vez atascada de toda la podredumbre, analizando y estúpidamente intentando hallar un sentido, una sola maldita razón que justifique la irrelevante existencia de la humanidad. Sin embargo, nada acude a mi mente, nada llega, nada me devuelve esperanza. Al final, sé que solo me resta embriagarme, fornicar con putas, drogarme y, sobre todo, dormir para olvidar lo miserable que es vivir.

–Pareces desesperado por morir. Yo antes solía ser como tú, cuando aún creía en el amor, o en lo que sea que exista en su lugar. No sé si lo recuerdas, pero te lo conté en la azotea mientras me mirabas apasionadamente. Yo quería ser escritora, incluso hasta poeta. Tenía tantas esperanzas y anhelos de escribir sin parar, de publicar mis libros y poder alcanzar los corazones de las personas. Y no creas que quería escribir estupideces como las que ahora se escriben y se reconocen como supuestas joyas. No, nada de eso. Yo quería que los humanos supieran sobre el dolor que significaba existir, sobre lo hermoso que era quitarse la vida por cualquier medio. Yo quería que el mundo abriera los ojos y que vislumbrara la verdad que tan pocos comprenden, que se enterara de la manipulación mental y psicológica, incluso hasta espiritual, a la que somos sometidos diariamente. Quería escribir tantas cosas que terminé ahogándome en mí misma. Así, un buen día perdí mi toque y desde entonces no pude escribir ya nada. Fue horrible, puesto que me pasaba semanas enteras intentando ser algo que ya no podía, tratando de recuperar esa magia que algo me había extirpado. Entonces lo supe. Sí, me percaté de que este sistema era quien, gracias a sus ingeniosas artimañas, había extraído de mí lo único que podía ser sublime. Así es, esta pseudorealidad absorbió de mí lo único que podía sugerirme estar viva. Desde entonces nunca he vuelto a escribir, aunque la tentación no se ha ido. No obstante, es aquí cuando volvemos al tema con el que comenzó este coloquio: el amor. No voy a mentirte como casi todo el mundo lo hace con tal de sentirse menos miserable unos instantes: el amor ya ha sido prostituido. Sí, el único amor que nos resta es el humano, uno a la medida de seres envilecidos y estultos como nosotros, como el rebaño que tanto detestas. Y ese concepto se transforma en la argucia que a todos nos consuela. Por eso las personas permanecen juntas hasta la muerte, por eso se cometen tantas tonterías y se realizan promesas vanas, por un amor tan irreal como blasfemo. Pero eso es lo único que nos queda a los miembros del rebaño, a los que no portamos la marca como tú. Yo amo a mi esposo a pesar de todo, lo amo humana y falsamente, pero eso ya es algo. Esta falacia no deja lugar a dudas, hace que te envilezcas aún más y que te adaptes a la miseria en que se torna la existencia. Llega entonces el punto donde tu humanidad se impone y te acostumbras a permanecer hundido en la mierda y en lo patético que es continuar respirando, pero no queda otra opción más que aceptarlo y abrazarlo. De otro modo, ¿qué evitaría el suicidio masivo? ¿Crees acaso que, en este mundo, al rebaño, a esos humanos que aborreces y de los cuáles eres y no eres a la vez parte, le importa portar la marca o luchar por darle la contra a la pseudorealidad? Incluso tú te has rendido, porque has comprendido la inutilidad de una guerra que solo tiene ocasionales triunfos, que está perdida desde antes de iniciarse. Has entendido que este mundo está condenado a la miseria, la putrefacción y la estupidez, pues es el único destino de seres a quienes les encanta cebarse de ignorancia y depravación. Entonces ¿para qué seguir? Tú no eres como yo, tampoco como el resto. ¿No sabes por qué no puedes acabar con todo? O ¿es que acaso no quieres en realidad? ¿Qué impide que te arrojes ahora mismo por la ventana y acabes con tu miseria? ¿Lo sabes realmente? ¿Importa acaso? Todos moriremos y nos pudriremos por la eternidad. Tú tienes razón, sabes la verdad, pero eso no significa nada en un mundo de mentiras y de monos deseosos de blasfemia. Es indiferente que sufras o que ames, lo único que varía es la intensidad del equilibrio. Me das lástima y tristeza a la vez, pues estás aún más condenado que aquellos quienes se han condenado por su propia mano. Pero divago, perdona. Lo único que quería hacerte ver es que ese amor por mi esposo, aunque sea tan miserable y asqueroso, aunque se trate de una argucia y pura impiedad, es lo que me mantiene viva. Eso me hace, tal vez, superior a ti, ¿no crees? Porque yo, al menos tengo algo de qué agarrarme, aunque se trate de la más vil y pendenciera de todas las falacias. En cambio, dime tú, ¿qué tienes además de tu miseria? Yo lo sé: tienes la marcada de la dualidad. Y, si este mundo fuera justo y el humano estuviese menos corrompido, tal vez serías un dios. Pero las cosas no son si serán jamás como tú lo deseas.

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Libro: El Extraño Mental


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