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Catarsis de Destrucción 64

En esta vida es preferible ser una mala persona, un egoísta, un imbécil, un estafador, un político, un religioso, un ignorante, un mantenido, un ladrón, un violador o cualquier otra cosa repugnante, pues pareciera que esa es la forma de ser feliz aquí. E incluso la justicia y la sociedad promueven tales conductas, ya sea abiertamente o no. Muy en el fondo, todos somos unos malditos cerdos y pervertidos sexuales; unos criminales del pensamiento cuyos impulsos y vicios nos consumirían con vertiginosa rapidez si nos atreviésemos a liberarlos por unos breves instantes.

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Ya mi vida ha sido demasiado triste, según veo. Y por eso, quizás ilusamente, espero que todos estén felices en mi velorio, pues al menos así mi muerte será un suceso feliz. No sé lo que vaya a acontecer después y la verdad es que no me importa, puesto que los deseos que tengo de abandonar esta trastornada realidad trascienden cualquier posible incertidumbre o azar. Antes no era así, pero conforme el tiempo consumía mis entrañas y mi alma, también consumía la duda que otrora me atormentase y en cuyos colmillos se sostenían una cobardía insulsa y un miedo anómalo ante aquello que, muy posiblemente, no podría ser más desagradable y miserable que mi estado actual.

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La existencia, especialmente la humana, no es algo que deba amarse, cuidarse, promoverse, perpetuarse ni ninguna de esas tonterías; más bien lo que debería hacerse es destruirla por completo hasta que no quede el más mínimo vestigio de ella. No entiendo cuál es la tonta necedad de tantos imbéciles al querer reproducirse y contaminar aún más la existencia mediante sus aberrantes descendientes. No cabe duda de que quien diseñó a esta raza de monos parlantes lo hizo estando borracho o muy aburrido, ya que solo así se podría, quizás, explicar mínimamente este infinito y atroz desvarío.

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Es incluso gracioso notar cuán engañadas están la mayoría de las personas y cuántas tonterías esparcen con su luctuosa verborrea donde quiera que vayan. Pero así es el ser: está absolutamente seguro de que sus creencias son verdaderas y no le pasa por la cabeza ni un instante que, muy probablemente, todo lo que hace, cree y dice carece de toda razón y sentido. Tal podría ser, después de todo, la magia de la creación: la certeza de la estupidez. O al menos así es como llamo yo a esta sórdida y nauseabunda seguridad en que uno se cobija para no admitir que la ignorancia recorrer cada rincón de nuestro ser con fatal insistencia. Los verdaderos sabios, me parece, no obstante, son solo aquellos que, conforme más saben, menos admiten que saben. Y no hay acto más sabio que reconocer que nunca sabremos sino muy poco, tan poco que podríamos decir nada. No somos dioses, no somos sabios; somos únicamente bacterias andantes cuya patética existencia no es siquiera comparable a un suspiro de lo divino y lo eterno. Y, sin embargo, somos algo… ¡He ahí la gran y desquiciante contradicción para el filósofo-poeta del caos!

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Llegó el punto en que las emociones y creencias de las personas me producían una náusea bárbara. Ya no podía tolerar por más tiempo su cerval ignorancia y la facilidad con la que eran adoctrinados. Pero ¿acaso matarlos no sería hacerles un favor? Es decir, mejor sería matarme yo con la esperanza que, en el más allá, jamás volviera a encontrarme con tan asquerosas criaturas. ¡Cómo sufría yo rodeado de todos ellos! ¡Cómo me agobiaban sus ominosas presencias y sus banales conversaciones! Todas las noches lloraba, oraba e imploraba por un poco de piedad… ¿Merecía un triste soñador como yo, empero, algo de piedad divina? ¿No era yo un loco misántropo cuyo pesimismo había ya rebasado todo límite permitido y conocido? ¿Qué sería de mí si continuaba por esta trágica y lóbrega vereda? Nadie me salvaría, mucho menos dios. Solo me reía, porque me daba cuenta de lo ridículo de todo mi humano parloteo y de la bestial facilidad con la que mi mente y mi corazón disputaban todo el tiempo.

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Ya no tenía certeza de nada, tan solo de que ya no podía permanecer más tiempo en este mundo abyecto y absurdo. Mi único anhelo era desvanecerme, fundirme con el silencio y que alguien o algo más allá de lo humano pudiera alguna vez en algún tiempo-espacio responder a cada una de las dudas, preguntas y reflexiones que siempre me atormentaron en vida. ¡Qué hastiado estaba de todas las doctrinas, filosofías e ideologías humanas! Todas esclavas de lo mismo: dinero, sexo y poder. Este mundo era la prueba fehaciente de que dios no existía o de que su indiferencia era más que abismal. ¿Qué clase de dios todopoderoso permitiría que un mundo infernal como este continuara su ignominiosa existencia? No lo entendía y nunca lo haría, pues para mí esta realidad era un absoluto y funesto desperdicio cuyo exterminio era más que necesario.

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Catarsis de Destrucción


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