Ahí en nuestra más recóndita soledad, en esos lapsos donde conseguimos por unos momentos aislarnos del exterior y de todos sus nauseabundos influjos, ahí donde en teoría podemos ser nosotros mismos, ahí donde el yo se muestra desnudo y donde emerge nuestra sombra… ¿No es ahí donde también precisamente más nos horrorizamos al degustar en toda su plenitud nuestra auténtica y monstruosa naturaleza? Una tal que incluso podríamos sentir que estamos en presencia de alguien que no somos nosotros, pero que luce exactamente como nosotros.
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El ser y el vacío, ciertamente, son más similares de lo que se cree. Es tan solo cuestión de tiempo para que el uno se funda con el otro; ya sea antes, ahora o después, ya sea en el cielo o en el infierno, ya sea en la vida o en la muerte.
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Decían que no debía pensar en la muerte, pero entonces ¿en qué debía pensar? Por supuesto que no quería pensar en la vida, puesto que era el origen de toda mi agonía. ¿Por qué debería pensar en algo que me resultaba una mera y desdichada obligación? ¿Por qué no refugiarme en la muerte, al menos en mi mente, si la vida era precisamente todo lo que odiaba? ¿Por qué no embriagarme con mi hermosa soledad si era ya ella la única a quien soportaba y a quien quería hacerle el amor cada noche hasta que llegara mi última noche? El suicidio, ciertamente, olía bastante bien…
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Casi siempre nos conformamos con muy poco y quizás esa es la razón por la cual a las personas le gusta tanto esta vida absurda y miserable. Se regocijan como las moscas en un basurero y les fascina la fetidez de su infinita ignorancia. Se cobijan perfectamente en su infame estupidez y no cuestionan, no dudan, no reflexionan, no sienten ya la imperante necesidad de superar y aniquilar su blasfema humanidad.
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El día de hoy el hartazgo había alcanzado límites insospechados. Salí a las calles unos momentos, paseándome bajo el abrumador rayo del sol. ¡Cuánto odiaba al sol! Pero más a las personas, las miraba con una mezcla de desprecio y náusea. ¡Cuánto los detestaba con sus horribles caras y sus estúpidas actividades! Y no sé qué clase de extraña providencia fue la que evitó que, en el instante menos esperado, se apoderaran de mis todas esas sensaciones homicidas y, en efecto, acuchillara brutalmente a cualquiera de esos idiotas que osaban ponerse en mi camino de vuelta a casa. Ni hablar, otro día más sin haber podido dar muerte a la causa de todos mis malestar: la existencia (tanto mía como ajena).
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El Color de la Nada