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El Color de la Nada 44

La vida es un error, eso ya es incuestionable. Y la manera en que la soportamos es pasando de un (auto)engaño a otro, pretendiendo siempre que las cosas tienen un propósito. Por suerte, no todo está perdido, pues nos queda un único y último consuelo: la muerte que aguarda pacientemente para poner fin a nuestra patética miseria. ¿Qué más, aparte de eso, podría restar para imbéciles como nosotros con aberrantes delirios de grandeza y consciencias atrofiadas por la pseudorealidad? ¡Qué horrible era todo en esta existencia abyecta! La soledad, la melancolía y la tristeza estaban siempre presentes; lacerando a cada instante nuestra alma divagante y opacando cualquier posible resplandor. Además, también estaba el tiempo; esa gran anomalía que, sin embargo, parecía ser lo único real. ¿Qué diablos era el tiempo? ¿Por qué nos afectaba si se decía que era una dimensión o una ilusión más? ¿Qué era entonces la realidad y cuántos laberintos de complejidad insondable se parapetaban más allá de lo que nuestros superfluos razonamientos podían rozar? Cada vez eran más las interrogantes y menos las respuestas; y cada vez me hallaba yo más loco, solo y triste. Mas sabía que no podía ser de otro modo, no para mí que había decidido rechazar todo lo que no tuviera que ver con mi propio destino y los deseos más intrínsecos de mi espíritu atormentado.

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No importa ya, en verdad que no. Nada de lo que podamos hacer o pensar importa en lo más mínimo. Tampoco nada de lo que podamos vivir, sentir o experimentar. Y es así porque la inexistencia ha sido, es y será por siempre nuestro mayor anhelo. ¿Qué más podríamos ya querer sino matarnos? Irnos muy lejos, escapar tanto como fuera posible de esta pesadilla palpitante en la que hemos sido conminados a sufrir trágicamente. Puede que incluso fuese verdad aquel rumor que versaba sobre el quiebre de mi endeble cordura y mis perspectivas absolutamente dementes. Vivía en una constante contradicción con el mundo, con la humanidad y hasta conmigo mismo; ¡no podía ser de otra manera! ¡Cuántas veces no me había planteado ya la posibilidad de suicidarme! ¿Por qué no lo había hecho aún? ¿Qué me mantenía aquí, en esta prisión de sordidez sin límites y repugnancia blasfema? Quizás era yo aún más tonto y absurdo que el resto de los patéticos mortales, puesto que yo, sabiendo de antemano la inutilidad de todo, me resignaba a seguir existiendo como si las cosas fuesen a mejorar algún día. ¿Esperanza? Ese es un demonio con el que yo ya no quiero volver a divertirme, porque detrás de su sonrisa se puede vislumbrar un eco que retumba con toda la fuerza de la más insostenible falacia.

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No dejo de cuestionarme si en verdad podemos desprendernos de los estándares que dicta esta absurda sociedad o si tan solo creemos que lo hacemos; pero irremediablemente terminaremos, consciente o inconscientemente, abrazando algunos otros que nos hagan sentir algo rebeldes. Así funciona la pseudorealidad: nos conoce mejor que nadie y no permite nunca que obtengamos la auténtica libertad, sino que más nos atrapa con aquellas quimeras en las cuales más reconfortados nos sentimos. La simulación es sumamente grotesca y captura nuestras mentes y almas con facilidad nauseabunda; ¡ay, si pudiéramos al menos atisbar un poco de entre aquel fétido torrente de impertinente locura e ignominia sempiterna! Puede que, de hacerlo, quedásemos en un estado tal que incluso el suicidio nos sabría a poco… Es una lástima, pero el tiempo nos ha abandonado y la nostalgia se ha apoderado de nuestros corazones en la oscuridad de los lamentos sibilinos. La constante querella con uno mismo termina por ser determinante y por destruir la nula fantasía que todavía pudiéramos preservar o creer intacta en nuestros horribles pensamientos. Somos asesinos de nuestra propia esencia, pues a cada momento nos aniquilamos un poco más y luego pedimos perdón solo por hipocresía. ¿Qué es la vida sino un proceso de autodestrucción sin fin en el que cada día pareciéramos hundirnos un poco más en nuestra eviterna miseria y atroz desolación existencial? La muerte acaso sonría ante esto, puesto que rumiamos en su reino hasta que termina por cautivarnos en el apocalipsis de nuestro humano y absurdo tormento.

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Lo único cierto es que existir ha sido la mayor causa de enfermades mentales, suicidios, homicidios y todo tipo de cuestiones lamentables que, por supuesto, se pudieron haber evitado tan solo evitando cualquier clase de existencia. ¿Qué es todo este pandemónium de brutalidad, náusea y malestar incipiente que se desata dentro de mí y que impera en el mundo entero? La pesadilla, no obstante, se halla lejos de culminar… Por el contrario, pareciera que recién comienza; pareciera que mis entrañas apenas comienzan a ser devoradas por esas monstruosas alimañas que yo mismo he creado y alimentado cuando mi reflejo más afligido y sombrío se tornaba. Entonces la verdad y la mentira se entremezclaban con una perfección descabellada, al punto en que no sabía si me hallaba vivo o muerto. La dualidad detrás de cada evento solamente delataba cuán infantiles eran nuestras perspectivas y cuán atrofiada se hallaba nuestra ridícula percepción del infinito. ¿Cuándo podríamos alcanzarlo? ¿Cuándo dejaríamos de ser unos peones del sinsentido y la nada? ¿Cuándo cesarían todas esas blasfemas sensaciones que siempre nos arrastraban a la cloaca de nuestro deprimente ensimismamiento? El suicidio debería llegar pronto, quizás incluso esta misma noche… ¡Qué infernalmente asqueado estaba de todo y de todos! Ni muriendo un millón de veces podría dispersar el increíble y grotesco aborrecimiento que había experimentado en un solo parpadeo de vida.

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Que alguien por favor me indique cómo es que puede soportar a las personas, a la realidad, a la vida, al tiempo o a la existencia… Porque claramente ya no sé cómo hacerlo; es más, ya ni siquiera sé cómo soportarme a mí mismo. Todo lo que quiero es acabar de una vez, ahogar mi silueta desvencijada en el placentero y cósmico manantial del más allá. Sí, dejarme caer lenta y trágicamente; no volver a relacionarme con ningún humano jamás, ni siquiera conmigo. Quisiera escapar a un lugar de donde no fuera posible volver, donde nadie pudiera volver a fastidiarme con su estúpida presencia y triviales conversaciones. Quisiera ahogar todo lo que he conocido sobre este mundo putrefacto en un océano tan vasto y profundo como el universo mismo, para así no volver a recordarlo jamás. ¡Qué sufrimiento es divagar por este cúmulo de contradicciones enmarañadas del modo más sórdido! Quisiera ser crucificado por la eternidad, que mi sangre brotara sin cesar de cada poro de mi cuerpo y que mi alma ensangrentada fuese purgada con la peor de todas las tragedias. ¡Qué vida tan insulsa, tan de sentido carente! Y todos los demás hipócritas que se entretienen con cualquier compañía, pasatiempo o tontería; ¡pobres diablos! Lo único que puedo experimentar hacia la humanidad es un asco tan recalcitrante que a veces ya ni siquiera puedo soportar mirarme en el espejo por un corto tiempo. ¿Por qué yo tuve que ser humano? ¿Por qué yo tuve que existir? ¿Por qué yo tuve que conocer todo esto? Si alguien sabe las respuestas a mis lóbregas preguntas, agradecería me respondiera cuanto antes; porque quién sabe si yo aún me halle en esta horrible realidad cuando un nuevo amanecer indique el comienzo de un nuevo sacrilegio de 24 horas en las cuales sé que no haré otra cosa sino lamentarme y refugiarme en mi melancólica e impertinente ironía.

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Siempre que me hallaba en algún lugar donde me veía forzado a convivir con personas a las que odiaba, el único pensamiento que me brindaba la fortaleza suficiente para soportar tales momentos era el de asesinarlos a todos. Principalmente, me imaginaba descuartizando sus repugnantes cuerpos humanos y esparciendo sus órganos por todo el lugar, salpicando cada pared con la sangre derramada en un éxtasis de hermosa locura infernal. Y debo decir que el inmenso placer proporcionado al imaginar estas escenas era algo que no había experimentado jamás. Muy probablemente, debía, solo por curiosidad, atreverme a experimentarlo uno de estos días… Sí, especialmente con familiares o supuestas amistades que solamente se dedicaban a fastidiarme con sus triviales conversaciones y anómalas presencias. Yo a todos ellos les escupía en la cara sin ningún problema, pues para mí no eran sino entes sumamente absurdos y grotescos que existían por mero accidente y cuyas vidas no podrían resultarme más patéticas y aciagas. ¿Por qué existían todos ellos? ¿Qué clase de error cósmico habría dado lugar a su estupidez, mundanidad y sinsentido? O quizá se trataba de una alucinación colectiva y, en realidad, ninguno de ellos existía. No, esto no podía ser así; no podía puesto que ellos eran ya materia y una de vomitiva fragancia. ¡Cómo los detestaba yo a todos y cada uno de ellos! Sus caras, palabras, gestos y olores cada vez me parecían más insoportables; su simple existencia me deprimía y asqueaba hasta lo indecible. Lo que más me enloquecía, sin embargo, era compartir sus genes; sí, saber que, aunque entre todos esos imbéciles monos y yo existía un abismo insondable y casi infinito, al fin y al cabo, ellos y yo pertenecíamos a la misma raza y coexistíamos en el mismo tiempo-espacio.

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