La mayor parte de nuestra vida es un desperdicio, tanto que hasta podríamos decir que el mero hecho de vivirla lo es. ¿Cómo podría no serlo así cuando casi todo nuestro tiempo debemos dedicarlo a un empleo que odiamos y a personas que ya no podemos soportar más? Si lo analizamos detenidamente, nos percataremos muy pronto de que todo en esta ominosa pseudorealidad está diseñado para absorber nuestra energía, tiempo y esencia hasta dejarnos más que vacíos y atormentados. ¿Qué hacer entonces? El paso principal, según me parece, es aislarse por completo de cualquier persona, lugar o momento; privar a los demás de nuestra persona lo más que se pueda. Con ello, al menos conseguiremos no desperdiciar nuestra saliva ni perder nuestro valioso tiempo en pláticas inútiles y absurdas. La soledad entonces deberá ser nuestra única meta, nuestro único amor; en ella deberemos hallar irremediablemente la inefable purificación de cada funesta interacción que hemos tenido con la humanidad y sus horrores sin fin. Y luego de la soledad, una vez que hayamos conseguido la purificación absoluta, no deberemos voltear atrás ni retornar al caos blasfemo del mundo terrenal. Lo que deberemos hacer es finalmente suicidarnos, pues finalmente estaremos listos para abandonar este traje de carne y hueso que nos ha mantenido presos por tantos años. La humanidad es solo un tragicómico e inmenso sinsentido; nunca podrá entender nada ni conseguirá evolucionar lo más mínimo en cuanto a lo espiritual se refiere. Todos esos monos parlantes están acabados y en verdad considero que no vale la pena siquiera intentar salvarlos; son solo basura cósmica que muy pronto será erradicada, solo eso y nada más.
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Ni siquiera yo sé qué hacer con mi vida, muchos menos sabrán otros que con tanta urgencia buscan aconsejarme en lugar de aplicar en su propia vida lo que a mí me aconsejan. Mas el mono parlante es experto en eso: en querer controlar a otros sin comprender que tal acto es solo una tontería inenarrable. ¿Por qué la humanidad será tan ruin, trivial e ignorante? Una posible explicación para mí y, de hecho, la más convincente es que este mundo es un infierno y los seres que lo habitamos somos un triste experimento fallido. Estamos abandonados aquí a nuestra suerte, propensos a experimentar un sufrimiento irrefrenable y sin que a nadie le importemos lo más mínimo. ¿Dioses? Resulta sorprendente hasta donde pueden llegar los grotescos delirios del ser en su imperante desesperación por sentir que su existencia significa algo más que desperdicio y miseria. Ha creado deidades a su imagen y semejanza, con todo tipo de humanos atributos y ante las cuales puede representar a la perfección el papel de bufón o esclavo. A todos estos imbéciles adoradores de doctrinas obsoletas solo puedo colocarlos en la escala más baja de la creación, pues son tan necios y están tan ciegos que no pueden pasar unos momentos sin intentar convencer a otros de que ellos y solo ellos poseen la verdad. ¡Qué lástima me dan todos esos títeres de lo absurdo! En el fondo, los compadezco demasiado y hasta me gustaría hacerlo algo por ellos. Pero nada puede hacerse, puesto que de antemano han elegido la esclavitud mental y emocional; ya que la libertad, la infinita gama de posibilidades y la responsabilidad de sus vidas han sido algo demasiado inmenso y avasallante para sus limitadas y atrofiadas consciencias.
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No es cruel aquel que prefiere amarse a sí mismo por encima de a cualquier otro ser o cosa. Más bien, tal actitud es la principal cualidad de un espíritu sublime. Claro que esto no implica en modo alguno una actitud arrogante ni despectiva hacia otros, siempre y cuando ellos no la tengan con nosotros. Al fin y al cabo, ¿puede haber acto más sincero y práctico que hacer de nuestra propia imagen la mayor fuente de inspiración, verdad y justicia? Cuando menos, se trata de algo tangible y real; no como esos enfermos religiosos quienes hacen de meros delirios algo divino que, encima, está preocupado por sus vidas. En el fondo, se trata de una especie de narcicismo sumamente avanzado y enmascarado en un espejismo más de la pseudorealidad. La burbuja de mentiras, autoengaños e ilusiones es tan poderosa y casi infinita que resulta hasta natural que la gran mayoría de monos cedan ante uno u otro, tarde o temprano. Sobre todo, debemos considerar que la humanidad es un gran amasijo de tontos adictos a que algo o alguien en apariencia superior les indique el camino a seguir. Son criaturas débiles, torpes y carentes de amor propio; son seres a los que la pseudorealidad exprime sin cesar hasta que sus repugnantes almas no tienen nada más qué aportar. De ahí que la única manera de matar a la pseudorealidad sea matando primero aquello de lo que se alimenta: nosotros.
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No importa cuántos planos, universos o dimensiones existan, mientras el repugnante ser humano esté en ellos, volverá a ser lo mismo que en este: reinarán la miseria, la podredumbre y el egoísmo. Lo diré siempre: el mono parlante debe ser destruido cuanto antes; sin que esto se lleve a cabo previamente, ninguna especie de cambio verdadero podrá hacerse. El engranaje siniestro terminará devorándonos sin importar cuánta resistencia opongamos, sin importar en qué clase tonterías podamos creer o no. Al final, solamente se trata de tomar una de las infinitas mentiras de la pseudorealidad y hacer de ella nuestra verdad; este truco, no obstante, es el más fatal de todos. Quienes así lo hacen, deberán sacrificar no solo su mente sino su alma. Por supuesto que nosotros, los poetas-filósofos del caos, preferiríamos morir un millón de veces antes que llevar a cabo tal suicidio de consciencia. A veces, ciertamente, no comprendo cómo las personas pueden vivir tan engañadas y rodeadas por meros espejismos. No sé si realmente creen en sus ideologías abyectas o si se esfuerzan por creerlas todo el tiempo. Supongo que, en el fondo, solo tienen miedo de renunciar a un artificio mediante el cual pueden soportar su otrora insoportable y patética monotonía. ¡Qué triste y lamentable es la situación de todas esas marionetas de la máxima irrelevancia! Si yo fuera ellos por unas milésimas de segundo, creo que me arrojaría de un puente de inmediato, pues no podría soportar la absurdidad y estupidez que fluiría por mis putrefactas entrañas.
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¿Qué es la filosofía sino el más ridículo intento de una pobre criatura sin sentido que busca, mediante supuestos razonamientos lógicos, hallar un sentido para ser? Peor aún, incluso si lo anterior es ridículo, ¿qué sería de nuestras patéticas vidas sin ella? Tal vez caeríamos aún más profundamente en este insondable abismo de absurdismo que es nuestro día a día… Supongo que debido a ello es que tantos ignorantes se entregan sin dudarlo a las más vomitivas doctrinas, cultos, religiones, ideologías, posturas y demás que les permita tolerar su cloaca de latente intrascendencia. En última instancia, lo que más tratamos quizá de evadir es el imperante silencio ante cada oración proferida o sermón escupido sin sentido a reinos inexistentes. La tragedia más agónica es la existencia en sí, lo humanos que somos todavía y la imposibilidad de escapar sin antes haberse entregado al encanto suicida. No creo que ellos puedan entenderlo, sus mentes no están preparadas y creo que jamás lo estarán. Sus almas, además, han sido atrapadas en una telaraña tan perfectamente diseñada que no podrían siquiera concebir, ni por obra divina, que se hallan en ella. Lo más irónico y patético es como todos esos farsantes creen ser libres, sienten haber sido tocados por alguna entidad superior y, lo peor de todo, no pueden dejar de proferir la mayor sarta de estupideces que alguna vez mis oídos han tenido que escuchar (y vaya que han sido muchas). En fin, supongo que el ser siempre buscará la manera de perder el tiempo y justificar su impertérrita miseria; mas siempre terminará, de un modo u otro, volviendo precisamente al terrible abismo del que tan ilusamente cree haber escapado. ¡Qué náuseas me dan todos ellos! ¡Cuánto los aborrezco desde lo más profundo de mi ser! Su bestial ignorancia y narcicismo enmascarado me parecen más ignominiosos que la ignominia misma.
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Y todo lo que hay ahora es solo desolación, un desierto de amargura sin fin que se apodera de mi ser cada infausto atardecer en el cual te extraño más que ayer. Una árida meseta de apatía y hastío que no puedo franquear. y que quizá no debo de, es lo que vislumbran mis ojos tristes y apagados. El insomnio es mortal, pero es preferible mantenerse despierto que experimentar un momentáneo descanso que no es, lamentablemente, el que tanto añoro: el descanso eterno conferido por la única fuente de verdad posible además de la soledad. Quienes nunca han estado un largo tiempo a solas, difícilmente comprenderán lo que siento ahora. La compañía de los otros siempre terminó por abrumarme, por hundirme aún más en mi deprimente e insana melancolía. Lo que yo requería era largarme de este plano nefando para siempre, escapar de mi propia naturaleza en un sincero intento por ser menos humano. Mas todo resultaba inútil, todo carecía siempre de cualquier sentido. Yo no era sino un completo fracaso, un mentiroso aún más ruin y obsesivo que todos esos peones irrelevantes. Me odiaba, acaso, más de lo que había colegido aquel atardecer cuando mis lágrimas bañaron tu pecho incandescente y emergieron formas irreconocibles de tus labios exangües. No comprendo por qué sigo aquí, ¿qué me mantiene en este delirio carnal del que tanto añoro fugarme eternamente? Quizá solo el deseo de encontrarte previo al ocaso de mi espíritu desesperanzado o quizá sencillamente he desperdiciado ya todos mis pensamientos añorando algo que desde hace tanto ha muerto. Como sea, yo seguiré a la espera… Y, si no eres tú quien viene y me abraza esta noche de nostalgia sempiterna, entonces ¡que sea ya solo el suicidio quien lo haga!
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El Color de la Nada