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El Réquiem del Vacío 25

Entre más libros leo y entre más reflexiones hago, más y más se incrementan mis deseos de alejarme por completo de todas las personas y, posteriormente, de alejarme para siempre de esta vida. ¡Qué bellos son esos ensueños literarios, filosóficos y poéticos en los que ocasionalmente divago y con los que me embriago en las noches de mística lujuria dentro de mis aposentos oníricos y dementes! ¡También el arte y la música son estandartes divinos que contemplo desde mi penumbra de sórdida mortalidad, desde mi cueva en la montaña inalcanzable! La inconfundible melodía de la eternidad suena ya y desgarra los tejidos de mi desesperación extática, de mi feroz angustia existencial ante la incertidumbre y la muerte de esta forma carnal. ¿Soy yo solamente quien alucina con el encanto suicida y en él se cobija tras las espirales de realidad insensata en las que se ve obligada a recostarse temporalmente mi consciencia suprema? ¿Cómo entender el melifluo proveniente de la vorágine celestial en la que se mezclan el destino y el tiempo con perfecta sincronía? En los arabescos de la locura he de hallar respuestas algunas, en aquellos cobertizos que se sitúan más allá de la razón y que me hacen sentir como si estuviera ya saboreando el fulgor iridiscente de las estrellas más utópicas y lejanas.

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Eran realmente ya muy pocas las personas que soportaba por un breve periodo y entre esas ni siquiera estaba yo. Así es, yo mismo era uno de esos a quienes culpaba por mi propia infelicidad: era mi mayor enemigo. Quizá todos lo éramos, pero fingíamos ignorar este importantísimo hecho y buscar excusas en las trampas de la pseudorealidad; señalar a lo exterior como el culpable de nuestra desdicha y tomento. ¡Y qué cobardes éramos casi siempre! ¡Cuánto nos hundíamos en la aberración, la crápula y la decadencia en cuanto teníamos la más mínima oportunidad! La raza humana había sido diseñada del modo exacto en que pudiese estar en constante conflicto interno, siempre amenazada por calvarios y contradicciones más allá de nuestros infames sentidos. Y los motivos que teníamos para existir jamás eran del todo claros, sino que se hallaban siempre a disposición de nuestras emociones y del caos agobiante. ¡Si tan solo pudiéramos controlar algo, si tan solo pudiéramos controlarnos a nosotros mismos! Pero no, pues la libertad era siempre algo demasiado pesado para nuestros débiles y patéticos espíritus. ¡Ay, creíamos apuntar a las nubes y, en cambio, cada vez tragamos más tierra y nos regocijamos en la podredumbre más profunda!

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Al fin y al cabo, la soledad es el único destino posible para aquellos espíritus rebeldes y sublimes buscadores de la verdad, pues es también lo único que puede devolvernos aquello que todo y todos buscan quitarnos desesperadamente: nuestra libertad. Cualquier interacción con cualquier persona será, ciertamente, una absoluta pérdida de tiempo; un desgaste incuantificable de energía y saliva. ¿Quién sí vale la pena? ¿A quién más que a nosotros mismos deberíamos amar, consentir y escuchar? La voz de nuestro interior contiene en sí todas las respuestas, pero la tragedia consiste en olvidarnos de ella y, en cambio, perseguir todo tipo de teorías, doctrinas, ideologías y demás aberraciones fuera de nosotros. ¡Cuántos no se han perdido de este modo! ¡Cuántos no han renunciado a ellos mismos a cambio de la falsa adoración a un supuesto Dios todopoderoso que no es capaz de impedir el mal! ¡Cuántos no han preferido seguir a un culto, una secta, una religión o hasta una filosofía con tal de evadir la voz de su interior! Así pues, no puede haber mayor crimen que renunciar a uno mismo; nada peor que unificarse con las mentiras del mundo y pretender, irónicamente, el haber hallado la verdad. El mundo está acabado, ¿nosotros también o acaso…?

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Me tengo a mí, así pues ¿para qué querría la absurda compañía de alguien más? Sobre todo, de uno de esos aberrantes monos parlantes quienes sencillamente no pueden dejar de abrazar la mentira y coronarse con la ignorancia. ¡Qué idiotas son! Tan insensatos e irreales me resultan sus pensamientos, actos y doctrinas; todo lo que en su humana y execrable esencia llegan a concebir como importante. Yo me río de ellos y escupo sobre todo lo que crean sagrado o trascendente, pues sé que se trata de lo más nimio e insignificante. El ser es una errata que no debemos postergar, que deberíamos procurar eliminar cuanto antes y que no vuelva a quedar rastro suyo en ninguna parte. El divino réquiem del vacío es lo único que debería perpetuarse, el único sonido en cuyo deleite hallaremos la redención; aunque puede que sea ya demasiado tarde y que ni siquiera nos encontremos puestos para ello. Estaremos más que disueltos, más que pisoteados en todos los sentidos. Y eso es lo que merecemos, eso y no otra cosa; a seres como nosotros no puede esperarles nada bueno ni benevolente. Hemos desperdiciado cada oportunidad y hemos hecho de nuestra existencia un grotesco acertijo que ya ni nosotros mismos podemos o queremos resolver.

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El sistema está diseñado para no ser vencido, para no perder jamás. Puede que creamos estarle dando la contra e incluso que deliremos con haberlo dominado; nada más alejado de la verdad. El único dilema es cuánto tiempo lucharemos absurdamente antes de claudicar o cuántos autoengaños nos haremos antes de entender que suicidarnos siempre ha sido nuestra única opción. ¿Qué más, pues? ¿Acaso existe otra manera de contrarrestar las infinitas mentiras de la pseudorealidad que no sea hundirse en el propio ocaso del modo más sagrado y exótico? Y, sino, ¿para qué vivir? ¿Qué me importa a mí la felicidad universal, el bienestar de la humanidad, la benevolencia de los cielos? ¡Al diablo con todo esto! Lo que yo quiero es vivir yo, existir y saborear cada placer o tormento con demente exaltación. Vivirme a mí mismo y luego morir; sí, experimentar deliciosamente mi hundimiento en la senda de las sombras inmaculadas y de los reyes olvidados. Mi vida y mi muerte eran lo único que yo tenía, lo que el tiempo no podía sino hacerme más evidente con cada segundo transcurrido. El mundo entero, ¿qué me importaba a mí? Su vida y su muerte me eran absolutamente indiferentes siempre y cuando yo tuviera mi propia esencia intacta. El egoísmo y la soledad eran siempre nuestros mejores aliados y, asimismo, eran conceptos sumamente condenados por las masas adoctrinadas… ¿Por qué sería? Acaso porque en ellos se puede uno encontrar a sí mismo y comenzar a amarse de manera sincera, sublime y gloriosamente inmortal.

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Bastó muy poco para comprender que relacionarse con otras personas eran una completa pérdida de tiempo, dinero y energía. Ellos jamás podrían entenderlo y yo ya estaba cansado de simular que me interesaban sus patéticas y mediocres vidas. Así fue como terminé viviendo y muriendo en la más benevolente soledad, pero la verdad no me arrepiento, pues bien sé que, en realidad, no me perdí de nada al haberme aislado de todo y de todos. Mi destino era ese y no otro, en todo caso. El aislamiento no podía ser más oportuno, más bello y exquisito; morir en soledad, desangrándome en cualquier rincón de mi fúnebre habitación y sin que nada ni nadie pudiera evitarlo. Todo eso me lo imaginaba yo desde hacía mucho, me embriaga con tales fantasías suicidas y me trastornaba el no poder cumplirlas todavía… ¿Por qué no? ¿Qué me lo impedía? ¿La humanidad? ¿El mundo? ¿El tiempo? ¿La blasfema y brutal incertidumbre que silbaba violentamente del otro lado del místico umbral? ¡Nada me lo impedía excepto mi cerval miedo! Y quizá siempre fue él quien me impulsó a vivir y no otra cosa, no cualquier otra supuesta inspiración divina o absurda. Solo el miedo, tan irracional y humano, que me inspiraba el azar; ¡debía arrojarlo muy lejos, acaso tanto como para nunca volver a pensar en él mientras tuviese un cuerpo en donde habitar para volver a sufrir execrablemente!

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El Réquiem del Vacío


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