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Encanto Suicida 66

Paulatinamente, me fui decepcionando de la literatura misma, pues me resultaba demasiado banal y tan asquerosamente humana. Siendo así, me figuraba que ya nada más podría llenar el vacío que crecía incesantemente en mi alma. Entonces solo quedaba una última poesía por llevar a cabo: aquella donde me debía quitar la vida.

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No ha habido, hasta ahora, ningún poeta, filósofo o escritor que me haya gustado lo suficiente para considerarlo sublime. Y, de hecho, la poesía, la filosofía y la literatura bien podrían ser algo de lo más ridículo, pues siempre estarán escritas por humanos.

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Lo que me desagradaba de los filósofos es que siempre se la pasaban hablando más de otros filósofos que de su propia filosofía. Por eso dejé de leerlos, porque su ingenuidad terminó por afectar la mía.

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Solo una cosa me molesta más que existir: leer todo lo que escribo. Prefiero que sean algunos espíritus extraños los que paladeen el trasfondo de mis obras. Y es así porque creo que escribir es lo poco que aún me mantiene vivo, pero leerme haría que me pegara un tiro; lo cual, ciertamente, sería preferible. No obstante, por el momento debo conformarme con solo escribir y soñar con la muerte, pues aún no me considero digno de su divina consideración.

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Quien se quita la vida después de haber experimentado una desesperación ingente, una profunda agonía interna y un hartazgo absoluto en la búsqueda de un inexistente sentido de la vida, no puede ser sino lo más cercano a un dios, pues habría anulado hasta el punto máximo su deplorable humanidad. Esa y solo esa sería la verdadera consagración del poeta demente que ha conseguido, al fin, entender, degustar y experimentar en toda su plenitud el estado de máxima catarsis existencial conocido como encanto suicida.

Encanto Suicida


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