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La tormenta

Ya solo el sueño significaba algo, pues solo él me proporcionaba un mínimo descanso de esta nefanda y putrefacta realidad; aunque, ciertamente, lo que yo añoraba era el descanso eterno. No sabía cómo ni por qué, pero ya estaba harto de todo y de todos; harto de mí, de la existencia y de este absurdo teatro. Estaba hastiado de fingir que me interesaba seguir vivo y que me importaban las patéticas vidas de los demás. Nunca había razones para seguir viviendo, ¡demonios! Y todo lo que resta ahora es entregarse a la dulce fragancia de la inexistencia absoluta para apaciguar por unos momentos el inmenso sinsentido en el que me suspendo y que, día con día, aumenta en proporciones estratosféricas. La latencia de mi alma está a punto de terminarse y seré entonces solo un muerto viviente que con la muerte real buscará purificarse. Tan solo añorando la autodestrucción y complaciendo mis instintos mortales es como he llegado a la flagelación, a la catarsis ocasionada por mis venas ensangrentadas. El sol ya no volverá a brillar jamás, los colores ya no recuperarán su tono y los sonidos se distorsionarán por última vez en el inefable grito del suicidio.

La tormenta no cesará, sino que continuará consumiéndome, pudriendo lo que alguna vez creí como real, vomitando todos los atardeceres sentado en esta pestilente realidad humana. La sombra ya viene, ya casi termina de enloquecerme con sus aullidos y su inicua morbosidad. Los ángeles ensangrentados también piden clemencia y yo se las otorgo para no dañar más el inifnito absurdo donde se pierden mis esperanzas al dejar de soñar. Experimento convulsiones fatales y la rojiza espuma de mi boca me sabe exquisita. La sangre de mi cuello escurre, empapa todos los planetas y tergiversa este muro para no ofender a los soñadores del caos máximo. Es hasta placentero sentir la navaja desgarrándome, entrando y perforándome la yugular. Es casi como algo perfecto saber que ya nunca más tendré que despertar, que ya jamás volveré a existir en este mundo infame. Pero deliro, pues aún sigo aquí. Aún respiro el aire contaminado de esta dimensión execrable y me queda solo llorar amargamente hasta que la navaja cumpla su cometido.

Es algo idílico pensar en ese fantástico momento en que al fin todo fundirá a negro y me desprenderé de este patético y asqueroso traje humano. Pero aún restan algunos días antes del final, antes de la tragedia que definirá el ocaso de mi triste constitución. Pues apenas y creo ser yo mismo con tantos espejismos en el interior, con tantas cosas inculcadas como principios de vida. No hay realmente ninguna salida, todo es destrucción, sufrimiento y caos; todo es perdición en el abismo de la más sórdida depresión. Y las nauseabundas criaturas que susurran exóticos pasajes en mis oídos no me conceden un mínimo descanso. Siempre quieren más, absorben mis esperanzas de renovación, de una celestial concepción. Entonces más me hundo, más caigo y más abajo me revuelco sin elección. El abatimiento no es tan malo si se considera que lo absurdo reina en el exterior y que cualquier intento por un cambio es solo un sueño imposible, un error de la mente en la escena del agresor y la consumación de la eterna tormenta que abate mi alma con inaudita violencia existencial.

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Melancólica Agonía


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