Lúgubre Malestar

Regresé trastornado a mi lúgubre habitación, adolorido mentalmente por tan bestial contradicción. Sí, otra vez era yo contra la onerosa vida, recurriendo a la fantasía suicida para evadirme momentáneamente de esta inopia. La lucidez con que otrora tratase de evadirme de la realidad ya no era conseguida mediante ninguna droga o texto, pues, en la profundidad de mi espíritu, había un desgarramiento que ya nunca podría sanar y que progresaría cervalmente hasta entregarse al delirio. Todo estaba destinado a la amargura, a la rauda sensación del tedio y la intrascendencia de mi propia naturaleza malsana; cualquier elemento carecía de originalidad y motivación, pues, tarde que temprano, caía en los desagradables y marchitados pétalos de las flores infectas y ya artificiales.

Y es que así era la vida, solo un cuento, un invento que fue ideado para ocasionar agonía y sufrimiento a los sublimes espíritus, a los locos quienes tenían el atrevimiento de cuestionarse el sentido de este calvario cruento. Vagaba por las noches melancólicas, bañado por las tormentas celestiales que mojaban algo más que mi descarnada humanidad, siempre pensativo y observando con tristeza el proseguir del tiempo insulso, los comentarios inútiles de mi anterior yo quien se aferraba a la esperanza de la resurrección más allá del vacío. Eran los torpes pasos de un solitario incansable, solo acompañado por la sombra de la desesperación, aterrado de volver a ese cuarto impío y poner fin a este innecesario viaje donde la ruina y la perfidia reinaban, y que me era impuesto por el tragicómico destino.

¿Cuánto más resistiría el viaje más inclemente y funesto en los cielos de la eternidad sibilina? ¿Cuántos días más tendría que cargar con esta horripilante y decrépita forma humana que me rebajaba al nivel de aquel devastado y pútrido rebaño en el cual reconocía cada uno de los cascarones enmascarados con el emblema del último encuentro? Y ¡qué trivial me sentía escupiendo pensamientos de esta manera! Lo única real, en todo caso, era la tristeza que me consumía la noche entera. Sí, me hallaba al límite, sosteniendo con una mano la pluma extemporánea y, con la otra, la soga que esperaba enrollar a mi cuello. Todo, de hecho, para poner fin de manera concluyente a esta engorrosa y esquizofrénica existencia que me parecía ser más bien una absoluta y estúpida patraña en la cual podría vomitarme eternamente.

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Libro: Repugnancia Inmanente


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