Imaginaba no ceder de nuevo, no caer en sus odiosos dominios donde solo existían sinsentido y banalidad. Creo que realicé juramentos vanos, siempre defraudando cualquier sublimidad, expiando mi culpa en mi torpe humanidad. ¿Cómo resistirse ante un poder de tal magnitud? ¿Cómo renunciar al único placer que se podía experimentar en esta decadente condición terrenal? ¿Cómo darle la contra a tan benevolente solicitud en esta prisión carnal? Más allá de mi control se disparó la terrible enfermedad, aunque no la creía tal. Lejos de mi alcance estaba el tortuoso escape, la puerta sagrada que me conduciría hacia la eviterna evolución. Pero no quería ir hacia ese sitio; no deseaba abandonar la putrefacción donde yacía mi humana alma, temblando y sollozando como abandonada por cualquier dios. Las voces reían siniestramente en la oscuridad que no podía ser conquistada y mi cadáver colgaba de unos ganchos junto al de otros tantos mártires del abismo multicolor.
Había algo en mi interior que tornaba superfluo cada testimonio, que afirmaba el sentido de pertenencia a este mundo, aunque fuese tan absurdo y asquerosamente temporal. Yo ya no quería hacerlo y hubiera dado todo con tal de purificarme, de cerrar esta ominosa llaga en lugar de abrirla con cada funesto despertar. No me importaba el tiempo ni el espacio, tampoco entender para qué realizar tal abominación. No vislumbraba lo perfectamente encadenado que estaba a este pantano de podredumbre donde vanagloriaba mi tonta aflicción. Era una absoluta burla saber que la llave se encontraba en mi posesión y que era incapaz de realizar lo más obvio y revelador. ¿Por qué no lo usaba? ¿Qué me impedía destrozar estas pesadas cadenas que subyugaban mi esclavizado ser? Sabía que vendría de nuevo aquello, por más que lo evitara, por más que de mí prometiera extirparlo. ¡Era yo tan débil, tan patéticamente humano como para oponerme a una fuerza más allá de lo onírico!
Y, aunque tuviera que sacarme el corazón, se acercaría primero como un susurro, tomando cada vez más fuerza hasta convertirse en un ventarrón y arrastrarme a cometer lo prohibido. Ya no me reconocía en aquellos tiempos, estaba trastornado por su infame regreso. Tampoco sabía qué sería de mí o si me suicidaría cualquiera de los días venideros, ¡qué fortuna! Aunque esto lo dudaba dada mi adoración por aquello mismo que odiaba, además de mi endeble voluntad y mi cobardía ante su repentina aparición. No era parte de mí o no quería aceptar lo extremadamente vinculada que estaba conmigo aquella sombría y pérfida condición. Lo único que tenía claro era que la repugnaba y a la vez la amaba con todo mi ser, porque gracias a ella conseguía vivo permanecer. La contradicción en la que me suspendía no podía ser emulada por nada y me paralizaba hasta devorar mi energía por completo. ¡Por dios, que se termine de una vez este placentero martirio llamado masturbación!
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Repugnancia Inmanente