Me enamoré de ti perdidamente y no me importó perderme en tu oscuridad, pues, aunque sabía que hacerlo implicaría mi propia destrucción, eso era precisamente lo que tanto buscaba. Al fin y al cabo, ¿qué es el amor sino la más destructiva de todas las contradicciones en las que se ve envuelta nuestra humana y miserable esencia?
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Incluso en lo más repugnante que podamos imaginar, siempre se hallará, asimismo, un ápice de belleza. De ahí que el ser, el mundo y la vida puedan parecernos algo odiosamente execrable, pero también encierran un halo de magnificencia en el que ocasionalmente podemos sumergirnos para refrescar nuestro oneroso y cotidiano infierno.
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La filosofía nos ayuda a entender el porqué de las cosas, aunque a veces no lleguemos a respuestas sin importar cuánto lo intentemos y, en su lugar, nos veamos imbuidos en una espiral de locura; una que acaso pudiera bien culminar en la desesperación de existir o en la agonía de ser. La poesía, por otro lado, no nos ayuda a entender nada, pero nos brinda un poco de consuelo dentro del infinito sinsentido en el que divagamos inexpugnablemente. La filosofía intenta ser racional y nos gusta por eso; la poesía alborota nuestras emociones y nos enamora por eso.
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Algún día no volveré ya a abrir mis ojos jamás y entonces, bien lo sé, finalmente podré ser auténticamente feliz; tanto como nunca lo he sido en este mundo vomitivo y estúpido.
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Finalmente, si no es el suicidio nuestro objetivo en la vida, ¿qué más podría serlo? Si la existencia de seres como nosotros carece de todo sentido, ¿para qué seguir engañándonos con quiméricas patrañas? ¿Para qué pretender que tenemos un propósito cuando no hay nada que así lo indique? ¿Para qué esperar respuestas universales en una realidad totalmente gobernada por lo relativo y lo incierto? ¿Para qué seguir viviendo si, de cualquier modo, en algún tiempo ridículamente corto, es seguro que estaremos muertos?
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Infinito Malestar
