Me embriagué con tu alma al rozar tus labios mientras reposábamos en el borde de la rojiza y gibosa luna. Soñaba y me alteraba cuando respirabas y entre mis brazos velaba por tu dulce reposo. En mis fantasías, rememoraba mi estancia en aquel calabozo y el sufrimiento incomparable que me ocasiono el privarme por eones de tu insaciable esencia, cuya abundancia superaba a todos los mares y cuyo exquisito sabor opacaba el de cualquier otro mundano manjar. ¡Sé cuán extraño era ese amor entre nuestros espíritus, que se manifestaba cuando nuestros labios se enlazaban al estilo del libro místico! O cuando, tan ufanos y lejanos del mundo, creíamos poder alcanzar las cumbres de la irresistible planta cuyo néctar rejuvenecía los corazones de los verdaderos amantes. El anhelo nos condenó para jamás volvernos a unir, salvo en la voraz entelequia del más sórdido olvido; aquellos fragmentos suicidas que culminaron en la auténtica extinción de nuestras almas.
Antes de ti supuse que la existencia era intensamente insana y dolorosa, pero después la falacia demostró la irrelevancia de mis conjeturas; todas las teorías nada significaban al caer de tus brazos y purificarme en el abismo crepuscular. El oprobio fue tal y, con tanta intensidad se impregno en mí, que en uno de aquellos mortales fui a residir. Sabía que tal vez, solo tal vez, podría hallarte igualmente impregnada y prisionera dentro de un cascaron superfluo. Tras vagar y volver muchas vidas hacia la muerte, paso que un día, a lo lejos, en un afrodisiaco oasis, creí dilucidar tu corazón agitado. Llegue por una nimiedad tarde, solo para ver tu imagen diseminarse entre mis recuerdos, y entendí que era mi imaginación la que te matizaba de humanidad. No había razones para seguirte buscando, pues la imposibilidad de purificar mi miseria con tu inefable destello era tal que incluso había pensado en quitarme la vida como única forma de expiación.
Desde entonces, conservo este inusitado (des)amor con la esperanza de alcanzar tu sensual caminar en el paraíso prohibido, en el borde de la ensangrentada luz en que se columpian los ángeles, aburridos del hastío celestial, plasmados en cuadros que con soltura bosquejaste. Y, aunque vague eternamente en tu búsqueda, será banal el tiempo mientras espero por tu reencuentro. Ahora despierto, no sabiendo si aún sueño o si esto es solo un maltrecho recuerdo. Estás aquí, refugiada en la sabiduría del contagioso cosmos, pero sé que la esencia mortal vendrá a buscarnos y, cuando eso ocurra, nada me detendrá; refulgiremos nuevamente en este tan diminuto espacio, aunque sea tan solo para consolarnos una vez más con el colapso que producirá el encuentro de nuestros besos, aunque sea para refugiarme por unas noches entre tus brazos y no sentir ya tristeza ni miedo. El fin llegará más pronto de lo que imaginamos y, con él, habrá de diluirse en el infinito el voraz anhelo de volverte a ver.
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Anhelo Fulgurante