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El Extraño Mental XIII

Me sentía anonadado por una sensación inexplicable. Lary me estrechaba entre sus brazos y creía recordar a Melisa… ¡Sí, eso era! Rememoraba cómo alguna vez llegué a experimentar cosas bonitas, y también volvió a mi memoria el trágico desenlace… ¿Qué hacer? ¿Cómo proceder? Era un punto que debía analizar en milisegundos… En efecto, sentía mi cabeza bullir en alcohol, estaba brutalmente alcoholizado y mi razón no era la de siempre; o, tal vez, se hallaba más pulcra que nunca. Como sea, podía bien abrazar a Lary y ceder ante aquella frenética muestra de cariño. Después de todo, ¿qué había de malo en ella? Cierto era que tenía un hijo fastidioso, pero no lo mantendría yo. Ella trabajaba y era independiente, ¿por qué no iniciar una nueva etapa a su lado? Luego reflexioné y vino a mi mente Virgil, la pobre campesina.

¿No deseaba ella también quererme bien y amarme como a un esposo? ¿No eran aquellas mujeres, aunque distintas sobremanera, expresiones de un atavismo absurdo que se había implantado en la sociedad? ¿Casarme yo? ¡Tonterías! ¡Que me llevara el diablo antes! ¿Por qué cambiar ahora? Era un cerdo, un sujeto vil y adusto. En resumidas cuentas, un decadente consagrado que ni siquiera había tenido la dignidad de presentarse en el sepelio de su supuesta prometida para derramar lágrimas y fingir sentimientos. Cavilando de tal modo, la decisión estaba tomada y nada haría que compusiese mi camino, cuanto más tanto que no había nada que componer, simplemente estaba aceptando mi naturaleza inmanente. La felicidad no era mi símbolo y no me interesaba estar bien ni fraguarme un porvenir. ¡Al demonio la existencia, sería yo mucho peor de lo que había sido hasta ahora!

–Mejor será que nos vayamos o esto se va a poner feo –susurró Lary en mi oído.

–¿Qué dices? ¿Para quién? ¿Qué podría hacerme ese zascandil? ¡Ji, ji, ji! Míralo, parece como un simio –vociferé con la intención de ser escuchado.

La risa explotó a nivel general, en parte incitada por el alcohol y por la imitación que hacía para irritar más al metiche ese. Así pues, procedí para remarcar la vileza de mi alma ante la atónita mirada de todos. La casualidad vino en mi auxilio, pues apareció a un costado del molesto chismoso su novia, una mujer algo demacrada, pero con senos grandes y maquillaje excesivo. La verdad es que ni siquiera la miré, sino que procedí impulsado por quién sabe qué energía cerval. Me abalancé sobre ella sin dejar a nadie la más mínima oportunidad de responder y… ¡la besé en la boca con tanta voluntad como me fue posible! Dado que nadie lo esperaba, mucho menos ella, el ósculo fue tremendo, pues introduje mi lengua hasta su garganta saboreando su sabor embriagante. También deduje que estaba sumamente marihuana y que hasta lo había disfrutado. Solo el ensimismamiento general producido por un acto tan mezquino e impío podría haber ocasionado el mutismo y la inmovilidad de todos los presentes. No obstante, tras milésimas de segundo, el tiempo se aceleró y estalló en un abrumador coro de injurias y risotadas. El sujeto a cuya novia acababa de comerle la boca estalló en una furia inconmensurable y se abalanzó sobre mí, al tiempo que Lary, aunque presa de suma indignación, intentaba separarnos.

Todo el lugar era una babel de imprecaciones, mentadas de madre, puñetazos, patadas y hasta arañazos. La verdad es que estaba tan bestialmente ebrio que no conseguí defenderme en lo más mínimo, y aquel sujeto me trató como a un trapeador. Sin embargo, su puntería era tan mala, o quizá se debiera a la intervención de Lary, que no consiguió darme ni uno solo en la cara contundentemente. Tras unos cuantos minutos aparecieron los guardias de seguridad y detuvieron la trifulca, lo cual no fue complicado gracias al estado general de embriaguez que reinaba en aquel pestilente antro. La mesera de ojos azul índigo salió del cubículo acompañada de los dos negros, pero nadie lo notó. Nos dirigieron unas cuántas recomendaciones y también amenazas. Lary comunicó a uno de los guardias que lo más prudente sería sacarnos por la puerta trasera para que los demás no intentaran seguirnos, pues era obvio que, tras lo realizado por mí en aquel impulso odioso, ardían en deseos de lincharnos, especialmente el que caminaba como mono, a cuya novia me había agasajado a placer. Aunque en principio aquel imbécil se mostró renuente ante nuestra petición, Lary depositó en sus manos un valioso billete para intentar persuadirlo. Así, en menos de lo que esperábamos, nos hallamos fuera, refrescándonos con el aire que la noche turbulenta traía consigo. Lo único que lamenté fue no haber dirigido una última mirada a la preciosa mesera ninfómana. La borrachera se me había bajado un poco, lo suficiente como para sentir un verdadero golpe o, mejor dicho, una tremenda cachetada proporcionada por Lary, quien sollozaba y parecía consumida por los celos.

–¡Eres un completo imbécil, canalla del demonio! ¿Cómo pudiste hacer algo tan bajo? Ya me lo sospechaba yo… –balbuceaba mientras clavaba su mirada en mí.

Guardé silencio, extrañamente Lary me parecía mucho más bonita cuando se enfadaba, quizá tendría que besarme con otras mujeres frente a ella para conseguir aquel efecto. En fin, si ya nada de interesante podría ocurrir, entonces tendría que ir a otro lugar para hundirme en la miseria de mi embriaguez hasta que amaneciera.

–Y, encima de todo, te quedas callado… ¡Hum! ¡Qué ruin eres! Lo único que me faltaba, y eso que mi anterior novio se tiró a otra en la misma cama en que me tiraba mí. No obstante, pensé que tú serías distinto…

–Bueno, solo te recuerdo –increpé para no dejar pasar la oportunidad de aumentar su euforia y malestar– que tú y yo no somos oficialmente nada… Siempre hemos sido solo compañeros de sábanas.

–¡Y dices eso ahora! Precisamente ahora tienes que descararte tanto…, pero si estás ahogándote en alcohol, ¡qué necesidad! Pensé que habíamos tomado lo mismo y a similar ritmo, aunque ya veo que no.

–No deberías de enfadarte así conmigo, por favor.

–No me hables, estoy molesta contigo y posiblemente esta sea la última vez que nos veamos –sentenció dándose la vuelta y dándome la espalda.

La miré confundido, jamás había comprendido las verdaderas intenciones de las mujeres. De pronto, una vaga memoria llegó hasta mí como tantas otras veces, muy tenuemente. Era Melisa, más hermosa que nunca, observando la escena, sonriendo y profiriendo una serie de palabras ininteligibles. Yo la miré absorto, pero todavía con una gran indiferencia. Con ella jamás había discutido por tales fruslerías, por el simple hecho de que tal vez llegué a quererla, o porque nunca tuvimos la costumbre de frecuentar el tipo de lugares tan decadentes como aquel en el que ahora me hallaba con aquella mujer a quien despreciaba en el fondo, pero que también representaba una buena distracción.

–Bueno, no creo que tengas por qué enojarte así, no fue tan grave.

–¿No? ¿Es que acaso a ti todo te da igual? Ya lo olvidaba, es cierto. Eres el amo de la indiferencia, pero ¡besarte con otra frente a mis ojos!

–Tal vez si lo hubiera hecho a tus espaldas… –farfullé despreocupadamente.

–¡Cállate, no eres más que un infeliz! Yo pensaba que…

–¿Qué pensaba? ¿Acaso que podría quererte bien?

–No, pero… ¡Quizá sí! ¡Qué más da! Todo está arruinado, más yo. Debo volver a casa, ya es noche.

–Como gustes, nadie te detiene –asentí.

–Y tú ¿qué harás?

–Iré a otro lado para seguir el jolgorio, aún es demasiado temprano para ir a dormir. No tengo nada mejor que hacer en esta existencia, así que, ¿por qué preocuparme por bagatelas cuando puedo embriagarme?

–¿Es que no te importa nada?

–No, nada en absoluto.

–¿Qué hay de tus padres, tus amigos? ¿Qué dirá la sociedad de ti?

–Nada podría importarme menos que la percepción de seres como ellos. La razón por la cual me rio en sus caras es que los considero a todos mucho más estúpidos y triviales de lo que yo podría ser. Al menos, yo acepto lo que soy y no finjo un aciago interés por cosas que van en contra de mi propia naturaleza; no soy un mentiroso ni un hipócrita. Si al humano se le ofreciera ser decadente por siempre, lo sería, aunque ahora lo niegue. Todos ven mal el que alguien sea demasiado lujurioso o tenga perversiones y fantasías; no obstante, quienes más reprimen este tipo de anhelos, son aquellos a quienes más pronto consume su ansiedad por entregarse a lo que rechazan con tanta vehemencia. Lo que más negamos en el exterior es lo que más añoramos en el interior. De ahí que, por ejemplo, los más puritanos terminen siendo casi siempre los más infieles.

–Ahora también eres psicólogo, ¿no?

–Creo que no, solo soy un imbécil sin moral. No creo en la psicología, sociología, psiquiatría ni nada de esas zarandajas, pues solo son vanos intentos por entender lo incognoscible.

–¡Vaya sujeto! –exclamó ella sin saber qué hacer.

–Si quieres, ve y embriágate como un cerdo, revuélcate con cuantas prostitutas encuentres y haz lo que mejor te venga en gana. ¡Yo me largo!

–De acuerdo, muchas gracias por el consejo.

Comencé a caminar hacia la avenida, con la cabeza en cualquier sitio menos en donde debía estar, sin preocuparme por lo que a Lary pudiera ocurrirle. Era demasiado pronto para volver a mi habitación. Además, ¿qué haría? Mi vida era tan absurda como la de cualquier otro, mi existencia podía ser intercambiada por la de otro humano promedio y nadie lo notaría. Sin embargo, sumido en reflexiones sobre mi banalidad y tambaleándome, alcancé a sentir como una mano me detuvo, era Lary de nuevo.

–¿Ahora qué? ¿Qué es lo que deseas, más regaños? –inquirí instintivamente.

Recibí una cachetada, luego otra, y así hasta que me digné a detenerle la mano. Entonces, no sé si debido a la embriaguez que la acuciaba también o al despecho de haberme visto besado a otra delante de ella, aprovechó la ocasión para unirse a mi boca.

–Vamos a mi casa –musitó a mi oído con cálido aliento–, ¿no quieres?

–¿Qué hay de tu hijo y de tu madre?

–¡Que se los lleve el diablo, me importa un comino eso ahora! ¿Me acompañas o no? ¡Dime, rápido!

Asentí con un leve movimiento de cabeza y luego paramos un taxi que nos dejó en la puerta de su casa. Además, creo que nos cobró el doble, no recuerdo dado que había perdido la capacidad de la razón; el alcohol lo traía hasta el copete. Lary estaba por igual, pude notarlo. Con frecuencia pasa que las personas aparentan interesarse en demasía por las situaciones más a su alcance o aquello con lo que se sienten comprometidos, tal era el caso de la pobre diabla con la que ahora iba a fornicar. Su carácter era débil, pues se trataba de una jovencita educada bajo los comunes preceptos del matrimonio y la bienaventuranza, pero que, después de haber quedado preñada de un chico libertino que desapareció sin dejar rastro tras la noticia, se había entregado a cualquier clase de placer, buscando así sanar su roto corazón. En el fondo, no era una mala persona, solo una más del rebaño, con metas absurdas y sueños de amor sincero detrás de ese comportamiento hosco y de las borracheras que se ponía cada viernes mientras su paralítica y un tanto alienada madre medianamente cuidaba a su hijo, el cual fácilmente se entretenía como todos los ineptos chiquillos de su edad con la televisión.

Lary me había hablado someramente de estos detalles, pero yo había explorado en su mirada la tristeza y el desazón que esto ocasionaba en ella, conminada a trabajar para mantener un hijo al que ahora detestaba por recordarle su imbecilidad, cuando lo que verdaderamente añoraba era proseguir con su soltería, divertirse y acostarse con un borracho libertino como tantas otras mujercillas de su edad. El amor la había trastornado muy pronto, y ella, como una auténtica incauta, lo había entregado todo. No obstante, la tragedia fue lo único que le quedó y, en su mente, deseaba libertad. Sí, libertad de todo, de aquel fastidioso mocoso, de su paralítica madre y de ella misma. Se trataba, en resumidas cuentas, de uno de tantos espíritus cuya existencia sin sentido se veía envuelta por la miseria y la opresión.

–¡Mamá, ya llegué! –gritó ella a pesar de la hora, luego se dirigió a mí–. Pasa, ¿por qué te quedas ahí? No te hagas el tímido ahora.

–Sí, claro. Voy detrás de ti, te lo aseguro.

Pero antes de subir el segundo escalón previo a la puerta, resbalé y caí estrepitosamente, justo en el mismo instante en que una vieja con muletas, raquítica, mustia y semidesnuda aparecía frente a mi embriagada mirada. Me observó con desprecio y luego añadió:

–Otra vez con tus aventuras, ¿hasta cuándo aprenderás a comportarte como una mujer bien? No te ha bastado con que te hagan uno, ¿cierto? Ahora quieres la parejita, ¡je, je, je!

–Mamá, no digas esas cosas –replicó Lary afligida, su semblante me gustaba cada vez más; debía estar más borracho de lo que pensaba–. Él no es como el resto, se trata de un buen amigo al que frecuento y con quien me entiendo bien.

–Pues a mí me parece igual que el resto, hasta incluso más torpe. Míralo ahí en el suelo, sin hacer esfuerzo alguno por levantarse, hasta parece más un perro que un hombre, ¡ji, ji, ji!

–Mamá, estás más grosera que de costumbre, ¿tomaste más dosis de la necesaria?

–¡Pastillas, esas malditas pastillas! Siempre me pregunto cuándo será el día en que al fin me muera. Pasen ya, con un carajo, que no me voy a quedar aquí toda la noche.

Como pude, sosteniéndome de la pared y ayudado por Lary, entré en aquel cuchitril. Ciertamente, el mío era bastante similar, lo cual me agradó. La pobreza y estrechez en que vivía Lary fue lo de menos, lo que me aturdió fue el desorden cósmico que reinaba: trastes sucios por doquier, restos de comida junto a montones de ropa mugrosa, trapos pringosos colgando de ganchos viejos, carcomidas maderas esparcidas por aquí y por allá, cartones, bolsas, telas, etc. Luego vino lo peor, pues el infame aún no se había dormido y, al mirar a su embriagada e impúdica madre, corrió hacia ella y, de un jalón, mi mano apartó.

–¿Quién es él? ¿Quién es? ¿Qué hace aquí? ¡Tengo hambre, quiero comer, dame algo! –gritó el mocoso en un ataque de celos y arrojándose al piso en un tremendo berrinche.

–No ha querido comer en todo el día. Dice que le prometiste llevarlo a los videojuegos en cuanto regresaras del trabajo.

–¡Demonios, lo olvidé! Discúlpame, lo lamento tanto, mi niño –replicó Lary mientras intentaba contenerlo.

–Sí, claro; lo olvidaste –declaró su madre con sarcasmo–. Y ¿por qué no se te olvidó también que estoy cansada de que traigas visitas a la casa? Todos los viernes haces lo mismo, dices que llevarás al niño a distraerse y, cuando menos pienso, dan las seis, las siete y de ahí en adelante te desapareces. Da gracias a la providencia que estoy inválida, sino iría por ti y te traería arrastrando de los cabellos. A tu edad yo jamás hice esas cosas, nunca llevé a un hombre tras otro a casa de mis padres. Lo que más me aturde es el pobre angelito, lo tienes tan descuidado que pareciera que lo quieres matar de hambre. Hoy tuve que comprar los alimentos con parte de mi escueta pensión, y tú llegas a medianoche, bestialmente ebria y además traes a este perro… Dime, ¿dónde has estado? ¿Qué es lo que haces o buscas en esas tabernas donde te embriagas sin parar? ¿Crees que eso es digno de una jovencita de tu talante? ¡Qué digo jovencita, una señora ya, con responsabilidades, con una boca que alimentar…! Ahora bien, ni siquiera me das ya dinero, cobras y así se te va todo en borrachera y juego. Al pobre Mati no le prestas atención, solo te interesa estar con ese cochino teléfono, pasas horas sonriendo como una tonta. Únicamente el diablo sabrá qué tanto platicas y con quién… Pero todo se paga en esta vida, eso lo decía siempre mi abuela, y ya verás cómo ese niño al que ahora descuidas, tienes desalimentado y enfermo, te pagará con la misma moneda… Por cierto, el maestro dijo que tienes que llevarlo a un psicólogo, que necesita más atención y que, de seguir con ese bajo rendimiento, probablemente repita año… También quiere hablar contigo, averiguar por qué no te presentas en la escuela desde hace ya tanto…

Pero Lary ya no prestaba atención. Se limitó a levantar al emberrinchado Mati y lo colocó en un sillón mugroso, tanto como el niño. Acto seguido, sacó de la alacena una bolsa de comida chatarra y dijo:

–Cuando termines, preparas tus cosas. Mañana iremos al parque a jugar con la pelota, y te compraré un delicioso helado. Ahora, vete a dormir, mi héroe.

A continuación, me tomó de la mano y, haciendo oídos sordos a los reclamos de su paralítica y miserable madre, se metió conmigo en su habitación. Lo único que alcancé a escuchar en mi embriaguez fue aquella odiosa voz diciendo:

–Otra vez, otra vez lo mismo. ¡Ya se la van a coger de nuevo!

–Así siempre se pone, no te lo tomes personal, por favor. Ya ves que es una vieja loca y envidiosa. Dice que le molesta que traiga hombres a casa, pero sé que en el fondo los mira con lascivia.

–Ah, ¿sí? No lo noté –repliqué ya más calmado–. ¿Por qué vives con ella? ¿Qué te hace permanecer aquí?

–No preguntes tonterías, Lehnik. Tú ya sabes de sobra las razones, te lo he contado miles de veces.

–¿Tu hijo? ¿Tu madre? ¿Tu miedo, acaso? ¡Vámonos, déjalos y larguémonos muy lejos! –exclamé frenéticamente, sin ningún sentido de lo que decía, hablando bajo el influjo del alcohol.

–¿Qué dices? ¡Estás loco! ¿Cómo podría hacerlo?

–Fácil. Toma tus cosas y salgamos, yo te compraré todo, ¡tú serás mi mujer! Veo con claridad en tu interior y sé que detestas a ambos, que te importa un cacahuate lo que le ocurra a esa paralítica y a ese diablo. ¿Para qué te engañas fingiendo que ellos le dan un sentido a tu vida? Mira nada más cómo vives, y no me refiero a la miseria física, sino a la interna. Estoy seguro de que, si vivimos juntos, podríamos ser felices. Piénsalo, beberíamos todos los viernes hasta el amanecer, nos divertiríamos mucho.

–Pero seguirías besándote con otras, o ¿no?

–No, no, ¿cómo crees? –mencioné confundido–. Bueno, tal vez sí, pero ya no lo haría tan seguido. Lo que quiero decir es que… No, perdón… Quiero decir que ya no lo haría, que lucharía por ser fiel.

–No me engañes, dijiste que tú nunca eras mentiroso, pero ahora me estás mintiendo.

–No, no es así, no te miento. Yo por ti haría lo que fuera, eres un lucero, una adoración –me acerqué a ella, sostuve su rostro entre mis manos y la besé en la boca con pasión, pegando su cintura a la mía, perdiéndome en su fulgor.

–¡Estás ebrio!, ¡ja, ja, ja! No creo ni una sola palabra de lo que me dices –repuso Lary arrojándome a la cama y olvidando toda su frustración.

–Si no crees en lo que te digo, ¿por qué haces esto?

–Por diversión, solo eso, querido. No sé qué pienses tú, pero a mí me agrada. Es tan simple como asimilar que nos gustamos y que podemos salir, embriagarnos, divertirnos y volver para acostarnos y olvidarlo todo al amanecer.

–Tienes razón, suena bastante sencillo.

–¿Por qué te noto pensativo?

–Por nada, olvídalo, se trata solo de tonterías. La verdad es que ya no sé ni lo que digo.

–Ya me di cuenta, pero nada puede hacerse. Lo único que me queda es esto, ¿no lo crees así? –cuestionó, mirándome fijamente–. No tengo nada, no aspiro a ser feliz, así que, por ende, puedo hacer lo que quiera. Tú has leído bien en mí y sabes cuánto me atormenta mi situación. Hay veces en las que ya no resisto más y solo puedo imaginar que escapo, que corro muy lejos y sin mirar atrás ni una sola vez. Entonces vuelven los fantasmas, la desgracia y la perdición de un hijo al que no quiero criar y de una madre paralítica a la que debo soportar. Sin embargo, ¿qué me queda por hacer sino entregarme a los placeres de la sensualidad? ¿Qué me importa ser una cualquiera, una pérfida o una cabaretera? Hasta ahora no he recurrido a ello para ganar dinero, pero quién sabe, en cualquier momento podría darse, y entonces… ¡Estoy perdida, yo no puedo ser como tú, es que me duele todo esto! Quisiera no despertar, no sufrir más, solo comenzar mi vida muy lejos, donde estos absurdos problemas jamás me puedan alcanzar.

–Ya comprendo –murmuré recostándome en su abdomen y sosteniendo su mano–. Somos muy parecidos y a la vez tan diferentes. Lo único cierto es que actuamos como todos y eso nos confiere paz. Ser igual al resto es renovador, ¿no lo crees?

–Pero tú no lo eres, aunque te esfuerces por aparentarlo así. En el fondo escondes algo, eres un sujeto misterioso porque confundes mi percepción. A prima vista parecieras un simple borracho adicto al sexo, pero, tras analizarte un poco, sé que eres más, mucho más.

–Te equivocas.

–¿Por qué hablamos de esto ahora? ¿Qué importa si eres un depravado o un místico? Da lo mismo mientras puedas hacerme el amor, así que ven y ahoga estos sufrimientos con tu calor.

***

El Extraño Mental


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