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El Halo de la Desesperación 40

Pensaba en aquella mujer con la que me enredé absurdamente la última noche, en cuyos labios aterricé con estrépito y cuyo fantástico cuerpo devoré sin clemencia. Ese ser al que supuestamente creía amar tan solo porque carnalmente experimento un delirante placer sexual a su lado; mas ella es solo otra contundente prueba de que el sinsentido se ha apoderado ya de mi razón y de que, en definitiva, mi contrito corazón ha sucumbido ante los mundanos encantos de esta existencia tremendamente putrefacta e insulsa.

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Me aburre demencialmente la gente que se la pasa hablando de las cosas más mundanas e ilusorias como la política, la religión o los deportes. No es que todo esto sea inapropiado en sí, lo inapropiado es hacerlo lo principal en nuestras vidas. ¡Es tan absurdo pensar que existe algo sublime o elevado en tales bagatelas! Creo que preferiría antes lamerle los tacones a una prostituta o hundirme en extrañas borracheras antes que inmiscuirme en tan ridículos asuntos; no obstante, dejemos que quienes se obsesionen con ellos sigan deleitándose con falsedades enmascaradas y trivialidades cargadas de ponzoñosa intrascendencia. Al final, la vida (o la muerte) terminará por arrancarles los ojos y por triturar sus corazones; empero, será entonces ya demasiado tarde para intentar sonreír en el ocaso de la desgracia divina.

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Me gustas mucho, aún más que la idea del suicidio; y eso es, para mi atribulada y futura muerte, algo sumamente preocupante, pues me engaño al creer que contigo la existencia podría tener un poco de sentido… Y quizá me engaño más todavía pensando que, sin ti, podría tener alguno. Y es que, sin tus alocados besos y sin tu mística silueta, ciertamente, el seguir vivo o el estar muerto se torna exactamente en lo mismo.

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Odio admitirlo, pero he de ser sincero contigo y solo contigo: te extraño y no poco. Es más, creo que hasta podría llegar a necesitarte, pero tengo miedo de caer nuevamente en las quiméricas zarpas con que la pseudorealidad intenta convencerme de que el suicidio sublime debe, una vez más, postergarse. ¡Ya no debo, ya no puedo ni quiero! Y, sin embargo, aún sigo existiendo cuando bien sé que mi crepúsculo debería ser mi único y eviterno consuelo.

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¡Qué ridiculez creer que algún día llegarías a amarme! Pues resulta tan probable que, tan pronto como alguien consuma de mejor manera el fuego que arde en tu interior, me abandonarás irremediablemente y te arrojarás en los infames brazos de un nuevo y caótico amante. Es evidente que debo disfrutar de tu sensual hechizo sin pensar en las fatales consecuencias, ya que, al concluir esta noche suicida, volveremos cada uno, al mismo tiempo y sin poder hacer nada para evitarlo, a nuestro original y siniestro estado: la soledad y la perdición. ¡Ay, si tan solo te quedaras unos minutos más entre mis brazos hasta olvidar que mañana otro se embriagará con el dulce néctar que escurre de tus piernas y con la magia de tus demoniacos labios!

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Este sentimiento tan rimbombante que ocasionas en mi lóbrego interior y que hace palpitar mi alma como nunca no puede ser sino una estupidez. Intento convencerme de ello, pero vehementes y atroces relámpagos de algo desconocido me trastornan cuando en tu mirada atisbo mi fatal destino. Debe ser una broma que tú y yo no nos difuminemos en el mismo caos, pues nuestras bocas y cuerpos parecen haber sido hechos para fundirse en uno solo.

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