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La muerte y yo

Yo iba a morir como todos, sin importar si me suicidaba o esperaba que ocurriera algún accidente, homicidio o enfermedad. ¿Realmente importaba que fuera hoy, mañana, la semana próxima, el año entrante o en muchos años? Incluso si mi muerte se prolongaba hasta la mismísima eternidad, no dejaría de ser muerte. Entonces ¿qué había de interesante en el contenido, en una vida que desde un comienzo me había parecido insoportable? Ciertamente, yo había sido un niño tonto y raro, pero desde esos primeros tiempos en este mundo sentía ya que todo sería un vil desperdicio. Daba igual morir, siempre que uno tenía que hacerlo algún día. Lo que ya no podía seguir soportando por más días era la vida, con sus contradicciones y sus estúpidas encrucijadas. En especial, me asqueaban las personas que debía encontrarme en las calles o en cualquier otro lugar a donde decidiera ir. ¿Por qué eran todos tan humanos, tan banales e hipócritas? Incluso yo lo era…

Por eso consideraba todo con tal indiferencia y me parecía sumamente ridículo tomar algo en serio; era absurdo existir solo para morir. ¿Por qué no ahora, por ejemplo? Esa era la cuestión principal del asunto… ¿Por qué no me atrevía de una vez por todas a cruzar la puerta, a penetrar en ese misterioso recinto de lúgubre hundimiento que es la muerte? La deseaba tanto, la deseaba con todo mi ser por encima de todo. Sin embargo, hasta hoy, nunca la había considerado tan próxima. Siempre me había parecido lejana y por eso entendía también que las personas creían ser felices y también luchaban, sufrían y ambicionaban cosas en este mundo. Pero todo era un gran autoengaño; la vida misma, de hecho, podía ser definida como el arte de autoengañarse el mayor tiempo posible con la mayor cantidad de cosas posibles. Fuera de eso, no había más que hacer. Si se quería conocer la verdad, debía recurrirse a la muerte, pues solo ella podía brindarnos ciertos atisbos de algo trascendente.

Ahora sé que no podría observar de otra manera, con infinita repugnancia, ya que todos parecen tan encantados y se creen con tal derecho de vivir que olvidan lo más primordial. Sí, olvidan la belleza que ostenta la muerte; la inefable magia destinada solo a aquellos poetas dementes que se regocijan con la esencia de la decadencia y el dolor de los vicios. El mundo humano se encuentra ya demasiado podrido, y no hay nada que pueda hacerse para evitar su posterior hundimiento en la inopia más sórdida. Al final, lo único real y sublime en la existencia de una raza tan miserable como la humana, no podría ser otra cosa sino la muerte. Cualquier otro espejismo no servirá de nada, mucho menos los infames autoengaños a los que recurrimos constantemente en nuestro desesperado y patético intento por seguir viviendo. Pero nada más falso que estos tragicómicos disparates impuestos por la pseudorealidad con el único objetivo de adoctrinarnos. Y nada más falso que seguir negando nuestra muerte.

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Locura de Muerte


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