El día que te fuiste me sentí, paradójicamente, aún más feliz de lo que me sentí el día en que a mi vida llegaste. Ahora veo que arruinaste todo lo que creía hermoso, te encargaste de aplastarme con tu estúpido ego y me convertiste en tu triste marioneta. Por eso, hoy que te marchas, lo único que te pido es una cosa: que jamás regreses.
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Jamás tuvo sentido, pero al menos fue un buen engaño; una bonita manera de sentirme menos muerto. Este amor ha llegado a su fin, no nos volveremos a ver nunca más, pero eso me ayudará bastante, pues se convertirá en el impulso necesario para poder quitarme la vida.
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Al fin puedo respirar, al fin puedo ser libre de nuevo. Tú ya no estás aquí y eso me hace tanto bien. Es tiempo ya de volver a ser yo, de cambiar el matiz de este traumático desliz.
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Es sumamente natural que las personas se enamoren de otras, que cambien de pareja todo el tiempo. Y, quien no esté dispuesto a aceptarlo, sufrirá irremediablemente. Esa es la esencia de la existencia: todo cambia de manera continua.
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El camino se despeja, la serpiente se esconde entre la hierba, los demonios salen del agujero y esparcen la salvación a los desamparados. Un pequeño corazón en llanto es consumido por el dolor y la sangre mientras la contraparte ríe y sueña con un nuevo paraíso.
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Quien se enamora siempre pierde, pero tal vez valga la pena perder siempre con tal de obtener una sensación que nos aleje un poco de la aburrida y cotidiana existencia humana.
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Amor Delirante