Tú eras ese lugar donde podía sentirme a salvo de la horrible realidad, al menos hasta que me di cuenta de lo horrible que era estar a tu lado, pues solo te amabas a ti misma y a nadie más.
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Solemos olvidar, con abrumadora facilidad, que lo más importante que tenemos en la vida somos nosotros mismos. Si tan solo fuéramos plenamente conscientes de esto, no importarían el lugar, el momento ni la situación, siempre podríamos tener la certeza de estar completos, pues entenderíamos que la soledad es nuestro estado natural y la muerte nuestro único consuelo real.
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Yo te amaba, en verdad te amaba con toda mi alma… Te amaba de una manera en la que, bien sé, no podré volver a amar a nadie nunca más. Te amaba del único modo en que todos deberíamos amar y ser amados… Te amaba por encima de mis impulsos, mis vicios, mis defectos y mi humanidad; por encima de todo lo que fue, es y será. Te amaba, ciertamente, como no se debe amar jamás a quien nunca te amará.
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Lo admito: me perdí en tu mirada, en su magnificente brillo, intensidad y hermosura… Me perdí en tu boca, en su increíble textura, suavidad y dulzura. Me perdí en tu locura, en tu pegajosa forma de ser y en tu resplandeciente silueta… Me perdí en todo lo que tú eres para jamás volver a ser yo, pero me encantó tal erupción de sentimientos contradictorios en mi interior, pues, aunque jamás te volví a ver, debo confesarte que me hiciste volver a sentir vivo aquella primera y última noche que deliramos juntos bajo el canto suicida de las estrellas.
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Todo lo que pido es la extinción para la humanidad, solo esa es mi única petición a cualquier supuesto dios que pueda llevar a cabo tal empresa. Considerando todo lo malo que hay en el mundo, no resulta entonces para nada descabellado suponer que mis demandas puedan ser escuchadas y cumplidas. Aunque, sinceramente, cada vez tengo menos esperanzas de recibir respuesta alguna…
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El Color de la Nada
