La existencia humana, sin importar cuánto se le intente adornar, siempre será una agónica comedia, una irremediable broma de mal gusto, una trágica ofensa para el cosmos. Y nosotros, los fieles esclavos espirituales de la pseudorealidad, seguiremos hasta el fin de los tiempos sin conocer ni una pizca de verdad, libertad o amor. Tan triste y lamentable ha sido hasta ahora nuestra infame civilización que me parece una tragedia el que los días prosigan sin que nadie haga algo por exterminarse a sí mismo o a otros.
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Parece que había sido un día exactamente como este cuando nací, pero esta vez solo cerraba los ojos y, entre los aleteos misteriosos de una naturaleza oculta, mi ser finalmente consumaba la sublime entelequia… Aquella dulce melodía se impregnaba en mi piel y atravesaba mi corazón como una lanza sagrada imposible de refrenar o esquivar. Tantas veces me perdí a mí mismo en mi propia agonía que hasta terminé por olvidar quién era yo o para qué había resurgido del abismo multicolor. La premura con que me han llamado aquellos quienes diseñaron la supremacía del tiempo y del sufrimiento no me ha tomado por sorpresa; por el contrario, me ha encantado su celestial llamado y estoy dispuesto a ejecutar el plan al pie de la letra. Con maestría he descubierto sus escondites, pero aún no puedo atrapar los vapores que emergen de las tumbas donde los dioses han osado reposar tras los suicidios en los campos elíseos. ¡Oh, deberé esperar todavía una eternidad hasta el día del juicio!
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Mi esencia se tambaleaba cuando tus ojos resplandecían con ese poder tan embriagador, mismo que me hacía terminar entre tus símbolos sagrados y degustar algo más que tu alma. Tu cuerpo me fascinaba; no obstante, algo misterioso y mucho más halagador había en tu interior que me atraía con una fuerza descomunal y magnética. No podía evitar volver a ti una y otra vez cuando el crepúsculo parecía morderme las entrañas y querer arrancarme las neuronas. Huía de todos sus caprichos, de esos susurros en la oscuridad que imploraban por la catarsis de mi última lamentación. Solo tus labios podrían ya salvarme después de la media noche, pues solo en ti hallaría el elíxir que habría de materializar mi verdadera forma dentro de tu pertinente y cálida silueta. Esto era algo casi inconsciente, pero así siempre pasaba con las cosas más hermosas y poderosas: en ellas no había ni pizca de razón, solo espíritu y espontánea locura.
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No había otra elección cuando al fin creía haber despertado: si no me suicidaba, enloquecería tan pronto como aceptara estar vivo. La desdicha se había apoderado de mí demasiado temprano en mi corta existencia y ni los mejores desvaríos oníricos podrían ya hacerme olvidar cuánto me había ultrajado cada respiro y cada paso en el olvido de tus ojos cristalinos. No debía reflexionar más sobre lo acaecido, solo dejarme caer y permitirme ser; solo ser sin envolturas, sin prejuicios, sin perspectivas, sin creencias, sin dogmas, sin ego, sin miedo, sin ira, sin tiempo para volver a dudar de mi firme y emergente divinidad.
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Te amo con extraña locura, tan inhumana y sublime que desfragmenta mi propia naturaleza. Te amo de una manera en la que no creo poder volver a amar a nadie jamás, ni siquiera a mí mismo. Y eso, no sé si terminará por ser mi propia condena o la puerta a través de la cual vislumbraré mi verdadero yo. Y es que yo te seguiría a donde sea que tú fueras, así se tratara de una realidad peor que esta o de un infierno donde no existiera el tiempo. Me arrastraría mediante laberintos de brutal complejidad y me hundiría en cósmicos ensueños de anómalas dimensiones con tal de verte una vez más; con tal de reflejarme en el peculiar brillo de tu mirada y de sentir que, si estoy contigo, ni la vida ni la muerte me importan ya.
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La Execrable Esencia Humana